Los toros como liturgia, algunas reflexiones del teólogo, investigador y aficionado Alberto Aranda, M.Sp.S.
oy, cuando cualquier prejuicioso, analfabeta u oportunista instalado en protector de mascotas, partido como político o rutilante estrella del espectáculo, clama por la prohibición de las corridas de toros, en ese humanismo de supermercado que quisiera un mundo sometido al pensamiento único de los países dizque civilizados, es conveniente escuchar las voces de aficionados cultos que desde su especialidad son capaces de reflexionar, con conocimiento y respeto, sobre lo que va quedando del rito táurico.
Alberto Aranda es un sacerdote misionero del Espíritu Santo, especializado en teología y en liturgia, con estudios en la Universidad de Santo Tomás y en el Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo, ambos en Roma. Participó activamente en la aplicación de la Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II en México, desde sus inicios. Es maestro y conferencista, autor de numerosos libros y artículos y miembro fundador de la Sociedad Mexicana de Liturgistas (Somelit). Como nadie es perfecto, confiesa su admiración por el diestro valenciano Enrique Ponce.
“Tanto a la misa como a la plaza de toros –comienza el padre Aranda– hay muchos que asisten ‘como mudos espectadores’ y muchos que ni siquiera asisten porque nadie los ha abierto al sentido y gusto de la celebración o porque por múltiples razones, entre ellas muchas veces la mala actuación de los ministros, la celebración litúrgica les parece algo aburrido, largo, muerto o inclusive predecible.
“El rito es la expresión de varias realidades: una realidad social, comunitaria, reconocida y aceptada; una realidad tradicional: el rito ha sido recibido y es transmitido y una realidad simbólica y expresa: hace visible algo que de otra manera no podría ser captado. Como animal social, el hombre es un animal ritual. Si se lo suprime en una forma, reaparece en otras, tanto más fuertes cuanto más intensa es la interacción social.
“En la liturgia y en los toros –añade– se puede ver el conjunto como un rito, pero a su vez compuesto de una serie orgánica de ritos. Hay una sucesión, un desarrollo, un orden. En los toros, los tiempos se llaman tercios: varas, banderillas y muleta. Cada uno tiene una funcionalidad: quebrantar, avivar, ahormar, y van precedidos por el paseíllo o desfile de apertura que centra la atención de los espectadores en los actores principales y en los lugares de la celebración, que incorpora a los espectadores y los abre al rito. En los toros y en la liturgia hay reglamentos precisos que concretizan una tradición. En la función taurina, dentro del cumplimiento de la normativa y de la tradición, hay un margen amplísimo para la adaptación a las circunstancias y para la indispensable expresión del arte. Se le preguntaba a Rafael Gómez El Gallo: maestro, ¿cuándo diría usted que el torero es un artista y torea con arte? Y respondía: cuando tiene un misterio qué decir y lo dice.
“Igualmente en la liturgia, dentro del cauce de las leyes eclesiales hay un gran campo de creatividad, tanto en la posibilidad de escoger las piezas opcionales como en las partes que están expresadas con ‘estas o parecidas palabras’ y de las que, indicándose su finalidad básica, se deja la concreción al sentido pastoral del oficiante, pero todo con la finalidad de expresar el misterio de Cristo. En los toros, al igual que en la liturgia, se usa una diversidad de vestiduras que caracterizan la función de cada uno de los actores, desde la propia de los monosabios, la de los picadores y los peones, hasta el especial terno de luces del matador. Todas las vestiduras provienen de ropa de uso común que ha ido sufriendo una transformación. Se trata de una vestidura especial para una acción especial.
“En los toros la participación de los espectadores es mucho más amplia y expresiva que en otros espectáculos pues tienen la posibilidad de ‘calificar’ cada una de las acciones que se desarrollan en el ruedo. Como mala calificación se usan los silbidos, los abucheos o simplemente el silencio; para las buenas calificaciones se tienen los oles, los aplausos, la aclamación ¡torero! o los pañuelos blancos, y a estas buenas calificaciones populares corresponden los premios: agradecer la ovación, saludar en el tercio o desde el centro, dar la vuelta al ruedo, recibir una o dos orejas y, en ocasiones extraordinarias, el rabo. ¿Qué sucedería –se pregunta– si en las celebraciones litúrgicas los fieles pudieran calificar la actuación de los ministros, especialmente la del presidente de la asamblea?
Solo al espectáculo de los toros, entre todas las actividades deportivas o espectaculares, se le llama fiesta. La celebración litúrgica debe ser una fiesta: la actualización de la Pascua del Señor, de su victoria sobre el mal y la muerte, de la vida nueva que nos comunica, objeto fundamental de la fe, donde se hace la comunidad y desde donde es enviada a dar testimonio
. Y remata don Alberto: la última lección que los toros nos pueden dar para el ejercicio de la liturgia sería la puntualidad. ¿Se podría decir lo mismo de nuestras celebraciones litúrgicas?