l 5 de noviembre pasado la señora María Concepción Hernández y su hermana Amelia Hernández se presentaron ante la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Morelos para pedir una respuesta ante la queja que habían interpuesto ocho meses antes contra la Fiscalía General del Estado por haber tirado el cuerpo de Oliver Navarrete Hernández, hijo de la primera, a una fosa común clandestina
después que el mismo había sido identificado por sus familiares. Esta noticia y las fotografías de otros 149 cadáveres, que según las denuncias de la familia Hernández fueron inhumados junto con Oliver Navarrete, han conmocionado al país, por el desprecio que demuestran por parte de las autoridades a la vida de jóvenes mexicanos. Las imágenes de decenas de cuerpos en bolsas blancas desenterradas por empleados gubernamentales y apiladas en un terreno privado parecen sacadas de una película de terror.
Este hallazgo despierta muchas interrogantes y hace pensar en las complicidades que puede estar ocultando la estrategia de deshacerse de los cuerpos no identificados
tirándolos en predios privados que no cuentan con los servicios básicos establecidos por la legislación. Mientras que las madres y padres de los 83 desaparecidos en Morelos en los últimos dos años y familiares de los más de 26 mil desaparecidos en el resto del país recorren oficinas gubernamentales demandando una respuesta a sus reclamos, las autoridades ocultan pruebas y desechan cuerpos en vez de someterlos a pruebas genéticas que permitan su identificación. La Ley General de Víctimas ha quedado en letra muerta al revictimizar a los familiares negándoles el derecho a hacer pruebas de ADN que les posibiliten encontrar a sus hijos e hijas.
En el caso específico de Oliver Navarrete su cuerpo había sido identificado y durante más ocho meses se engañó a la familia diciendo que se estaban haciendo pruebas periciales
cuando el cadáver ya había sido enterrado en una fosa común. Los engaños continúan, pues según la madre de Oliver, el 9 de diciembre de 2014, cuando finalmente logró que exhumaran el cuerpo de su hijo, había otros 149 cadáveres con él, y ahora la fiscalía reconoce solamente la existencia de 105 cadáveres sin identificar.
La numeralia de la muerte cambia cada día dependiendo de las fuentes gubernamentales. Según un informe sobre cementerios clandestinos, de la Procuraduría General de la República, de 2006 a 2014 se habían encontrado 400 fosas clandestinas, con más de 4 mil cadáveres. En el último año nos hemos acostumbrado a leer casi a diario la aparición de nuevas fosas clandestinas. El mismo día que la prensa informó sobre el cementerio clandestino gubernamental
en Morelos, en el poblado de Carrizalillo, municipio de Eduardo Neri, Guerrero, se encontraron tres fosas con cinco cadáveres, de cuatro mujeres y un hombre. Lo grave del caso de Morelos es que no se trata de fosas cavadas por el crimen organizado para ocultar sus asesinatos, sino de fosas cavadas por empleados públicos para deshacerse de cuerpos que ni siquiera tienen carpetas de investigación. La principal respuesta a la pregunta de ¿por qué deshacerse de esta manera de los cuerpos, como si sus vidas y sus muertes no hubieran importado a nadie? es porque pueden. Porque la impunidad les ha permitido a los narcotraficantes y a sus cómplices dentro del Estado tratar los cuerpos de estos jóvenes pobres como si fueran desechos.
Los discursos de seguridad del Estado mexicano, reproducidos por los medios de comunicación oficialistas, han contribuido a crear la imagen cuerpos jóvenes y morenos
como cuerpos desechables de criminales que se matan entre ellos
. La socióloga del derecho colombiana Julieta Lamaitre ha analizado el papel de los medios de comunicación en la normalización de la violencia
hacia jóvenes racializados en México y Colombia, documentando cómo el discurso en torno a las víctimas inocentes
tiene como contraparte una normalización de las muertes de jóvenes que son construidos como criminales
carentes de derechos humanos
. La intersección entre racialización y criminalización ha construido los cuerpos de jóvenes pobres de piel morena como cuerpos desechables que pueden ser tirados a una fosa común o a un basurero público sin que nadie reclame sus derechos humanos.
Las voces de los padres y madres de los desaparecidos en todo el país son nuestra conciencia, nos recuerdan que el silencio es complicidad ante la falta de respeto a la vida y la dignidad de nuestros jóvenes. Los 150 muertos de Cuautla, los cinco de Carrizalillo, los miles de cadáveres que se han encontrado de fosas clandestinas a todo lo largo y ancho del país, son nuestros jóvenes y debemos denunciar sus muertes sin importar a qué se hayan dedicado en vida o en qué circunstancias murieron. Todos son nuestros muertos y merecen justicia.