ras los atentados terroristas del 13-N en París, Francia y toda Europa levantan más sus barricadas, cierran fronteras, suspenden derechos de circulación y libertades que, paradójicamente, justo en la Francia revolucionaria e ilustrada del siglo XVIII habían tenido su primer gran impulso.
La amenaza del Estado Islámico (EI) es como un río subterráneo que puede desbordarse en cualquier momento. Sus brotes en la superficie pueden transformarlo en ciclón sangriento en cuestión de minutos, tiempo mínimo de disparos, actos suicidas y explosiones que rebasan la capacidad de reacción y previsión de cualquier cuerpo de seguridad por muy entrenado y tecnológicamente avanzado que sea.
Y esto lo saben los atacantes, por eso evolucionó su manera de generar miedo y desestabilizar países enteros. La Al Qaeda talibana, de Osama Bin Laden, planeaba verdaderas acciones de guerra y operaciones masivas, como el ataque del 11-S de 2001 contra las Torres Gemelas, actuando en distintos territorios pero desde bases ubicadas en Afganistán.
El Estado Islámico, si bien mantiene sus centros de mando entre Siria e Irak, corazón del califato, se estructura a través de pequeños grupos globales, cuyos integrantes residen legalmente en los países occidentales, a veces tienen pasaportes y fueron educados allí. Ni siquiera necesitan disfrazarse, conocen perfectamente su entorno. Causan daños enormes con relativamente pocos recursos. Se financian en Irak con expoliaciones de bancos y ciudades, con petróleo, aportaciones de magnates y, posiblemente, de países como Arabia Saudita o Qatar. Hemos presenciado en estos meses matanzas en serie, a partir de la masacre de Charlie Hebdo hasta el derrumbe de un avión ruso sobre Egipto.
Las modalidades de esta guerra, que hace tiempo se va perfilando como mundial y asimétrica, han cambiado y hay que esperar de todo. Londres, Roma, Washington y París, mencionadas en la reivindicación del EI, así como otras capitales, están bajo una doble tenaza: la del terrorismo, que pretende castigar la presencia militar occidental y rusa en Siria y erguirse como justiciero del nuevo y viejo colonialismo euroamericano, y la militarización policiaca como única respuesta, muy poco creativa y, de hecho, ineficaz frente al pánico general y la impotencia de los gobiernos.
La consecuencia, esperada por los yihadistas, será un recrudecimiento de la represión social y migratoria en Europa, la creación de falsos enemigos, por ejemplo los refugiados sirios y de Oriente Medio, quienes justamente huyen de esos terribles escenarios, así como el ascenso, ya en curso desde luego, de partidos políticos xenófobos y movimientos racistas que cabalgan la ola antislámica por meros intereses de poder local y para desmantelar lo que queda del proyecto europeo.
La tuerca de las nuevas euroderechas, como el francés Frente Nacional lepenista o la italiana Liga Norte, busca apretar derechos y libertades, ya comprimidos por la embestida del choque económico global de 2007-2009, por las recetas económicas de austeridad sin crecimiento
impulsadas por la troika (Banco Central Europeo, Comisión Europea y FMI), por la crisis griega y el decenal impasse político de la Unión Europea. Del terror de París emergen las fallas del viejo continente: intolerancia, inversión en la necedad militarista, más que en la integración social interna, y responsabilidades históricas no procesadas hacia Medio Oriente.
El objetivo del terrorismo es la destrucción de un modo de vida, más que de la vida en sí. La mediatización y propaganda son elementos fundamentales de esta yihad 2.0 que, gracias a la comunicación, logra multiplicar su impacto más allá de su poder real. En efecto, es suficiente una acción como la de París para cancelar meses de retrocesos y derrotas islamitas en el campo de batalla.
La Rusia de Vladimir Putin en apoyo de su aliado, el presidente sirio Al Assad, ha empezado a enviar aviones y bombardear posiciones del EI en Siria. Por ello ha sufrido ataques. Los aliados de la OTAN, bajo el mando de Estados Unidos, apoyan al presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, en la lucha contra el califato, pero él ha mantenido una postura ambigua con los islamitas y se ha dedicado más bien a combatir su eterno enemigo, o sea los kurdos de Turquía, Irak y Siria, con el beneplácito de los aliados.
Sin embargo, son los kurdos, organizados en las milicias YPJ/YPG (Unidades de Defensa del Pueblo/de las Mujeres), quienes reconquistaron la aldea de Kobane y defienden Rojava, en el norte de Siria, además de avanzar incluso en territorio iraquí. Es hacia ellos, a su experimento autonomista y democrático, que se debe voltear la mirada para encontrar alternativas sociales y culturales, más allá de las militares, al nazifascismo del Estado Islámico y el imperialismo decadente y cancerígeno de las (ex) potencias occidentales en el escenario de Medio Oriente.