areciera que hoy México se coloca en el centro de la atención internacional en la discusión sobre el tema de los organismos genéticamente modificados (OGM). Han pasado ya algunos años desde que la lucha de las organizaciones sociales y las comunidades indígenas y campesinas abrió paso para evidenciar los intentos de empresas trasnacionales, coludidas con el Estado, para introducir de manera masiva y sembrar OGM en nuestros territorios.
Sin duda la resistencia de las comunidades para mantener sus métodos agroecológicos, su arraigo e identidad con el maíz y otros cultivos y actividades relacionadas con prácticas que por siglos les han permitido una subsistencia digna, han hecho que se sostengan en gran parte las exigencias por el respeto a sus derechos. Asimismo, y sabiendo que México es centro de origen del maíz, y los riesgos que acarrea la siembra de OGM y los posibles daños a la salud humana, ciudadanos mexicanos en su papel de consumidores, junto con científicos, defensores de derechos humanos, ambientalistas y miembros de comunidades indígenas y campesinas, emprendieron acciones ante tribunales nacionales, dirigidas a hacer justiciables derechos humanos que potencialmente serían violados, o ya les han sido conculcados.
Me refiero a la acción colectiva contra el maíz transgénico, en cuyo caso el segundo tribunal unitario en materias civil y administrativa del primer circuito recientemente determinó confirmar la suspensión provisional que impide tramitar y otorgar permisos de siembra o liberación al ambiente de maíz transgénico en todo el país. Me refiero también a los amparos que comunidades de apicultores mayas interpusieron, y que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió el pasado 4 de noviembre en su segunda sala, la cual definió la necesidad de garantizar el derecho humano a la consulta previa, libre e informada en relación con los permisos otorgados a Monsanto para la siembra de soya transgénica por la Sagarpa.
En ambos casos, y de primera mano, hemos podido constatar los obstáculos que incluso instituciones de gobierno han puesto a la justiciabilidad de estos derechos, ya no digamos las empresas trasnacionales que, dicho sea de paso, se han encargado de difamar a quienes formamos parte de alguno de estos juicios como quejosos, y de malinformar a la ciudadanía sobre las supuestas bondades de los OGM. Respecto del tema de la soya transgénica, la SCJN dio un paso importantísimo en la garantía de los derechos a los pueblos indígenas. Sin duda, los pueblos ganan, pues se ha sentado un precedente para que con este mismo criterio se obligue a las instituciones involucradas en conflictos ambientales a respetar y proteger los derechos reconocidos, por ejemplo, en el Convenido 169 de la OIT.
Sin embargo, la Corte se abstuvo de ir al fondo del asunto en cuanto al principio precautorio, el derecho al medio ambiente y el tema de la inocuidad de los OGM. Rehuyó debatir sobre el uso y comercialización de estos organismos, los riesgos que implica su liberación al ambiente de forma masiva, y las implicaciones que tiene su contacto con otros cultivos o actividades productivas, como la apicultura. Sin que se demerite lo logrado en el caso de los apilcultores, lo cierto es que requerimos debatir cuanto antes sobre la factibilidad o no de los OGM, echando mano de argumentos científicos como los que ha dado al por mayor la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS), que ha sostenido la inviabilidad del uso de OGM. Para el caso de la acción colectiva contra el maíz transgénico, por fortuna se ha confirmado la medida cautelar de manera provisional. Lo deseable es que sea definitiva, para pasar al juicio e ir al fondo del asunto.
Así se abriría nuevamente la posibilidad de debatir seria y decididamente sobre los transgénicos. Para la colectividad contra el maíz transgénico, la demanda implica la posibilidad de avanzar en la justiciabilidad de derechos humanos relacionados con el patrimonio biocultural del país, y si el Poder Judicial sentencia en favor de ella, entonces el beneficio será para todas las personas que producimos o consumimos maíz nativo en México; es decir, la gran mayoría de los mexicanos. De estas dos experiencias se desprenden tres reflexiones: 1) La justiciabilidad de derechos relacionados con derechos colectivos, económicos, sociales y ambientales implica un reto para las instituciones judiciales. Quienes imparten justicia están obligados a cambiar el paradigma de derechos ceñido al campo de los derechos civiles y políticos, para ahora hacer efectivos los pricipios de integralidad e interdependencia, cuya importancia radica en evitar jerarquizar unos sobre otros, y ampliar el marco de su protección, incluyendo en esto el procesamiento de estos casos no de manera individualizada, sino en grupo. Y en el caso del maíz, de todas las personas que lo consumen o producen, y que habitan o transitan por México. 2) México requiere debatir a fondo sobre los transgénicos. La visibilidad nacional e internacional que han cobrado los dos casos que menciono no radica únicamente en lo que resuelvan instancias judiciales, sino también en la posibilidad de una postura del Estado en relación con el uso y comercialización de OGM. 3) Aunque las estrategías jurídicas han sido hasta ahora efectivas, cosa que contribuye a la exigibilidad de derechos, también es cierto que la defensa de nuestros bienes comunes naturales halla su epicentro en el fortalecimiento y solidaridad con y entre las comunidades, quienes en sus milpas, en sus territorios, cosechan y producen alimentos que nos garantizan una alimentación digna, sana y de calidad, como la miel y el maíz nativo.