Opinión
Ver día anteriorJueves 26 de noviembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cuando la utopía es evitar la catástrofe
H

ace unas semanas Hermann Bellinghausen nos provocaba con sus afiladas reflexiones sobre el fin de la utopía, los osos polares y los pueblos indios. Siendo más o menos de su misma generación, sentí que había en sus reflexiones algo de nostalgia sesentaiochera, de cuando los muros de París animaban a los estudiantes del mundo gritándoles: seamos realistas, pidamos lo imposible. Hoy los muros de París se pintan de nuevo, pero de sangre, y su patético presidente, supuestamente socialista pero indistinguible ya del vaquero tejano que desató el caos (que ahora salpica a los franceses), responde con los mismos desplantes de patrioterismo bélico que están detrás de esta espiral de violencia. Y esa Francia que se preciaba de ser la cuna de la libertad invoca en su auxilio los mismísimos demonios del control total, la restricción de libertades, el aumento del equipaje de defensa-seguridad que, volviendo a Hermann, han sustituido la utopía por las distopias de cuño orwelliano o similar.

Cada vez es más claro –para los que tengan ojos para ver– que vivimos en una especie de guerra mundial, en retazos pero permanente, la cuarta, según el sub Marcos, o la tercera según el argentino que (también) se cambió de nombre y se fue a vivir a una casa de huéspedes en el Vaticano (lo cual debe ser peor que irse a la selva).

La guerra tiene naturalmente numerosos frentes, no sólo geográficos sino ideológicos, o quizá sería mejor decir temáticos. Está, por supuesto, la guerra de las bombas, los drones y los cañonazos, con el tema del terrorismo, que no inventaron ciertamente los musulmanes. Pero hay otro frente, del que quizá muchos no éramos suficientemente conscientes pero del que nos han venido alertando muy respetables voces. Ya mencioné al papa Francisco, que puso en el tapete el tema socioambiental con su encíclica Laudato si. Para los gustos más laicos, tenemos a Noam Chomsky, que acaba de advertirnos que la crisis ambiental es más peligrosa y urgente que la económica. Y, curiosamente, una batalla crucial en este frente está por librarse precisamente en París, donde se llevará a cabo en la primera semana de diciembre la cumbre mundial sobre el cambio climático, conocida como la COP 21. Digo curiosamente porque diversas organizaciones sociales, entre las que destaca Vía Campesina, planeaban movilizaciones masivas durante el encuentro y ahora resulta que la Ciudad Luz está virtualmente en estado de sitio. A estas alturas ya no puede uno culpar a quienes ven estas coincidencias con sospechosismo.

La situación (no sólo de la reunión de París, sino de la realidad del planeta) pinta bastante oscura y descorazonadora. Para los que somos legos en la materia basta decir que los especialistas han puesto un límite de 2 grados centígrados al calentamiento de la Tierra como el máximo que no se podría rebasar sin entrar en un proceso irreversible y catastrófico de deterioro ambiental. Diversas voces críticas han señalado que este límite es demasiado alto, que, como máximo, debería fijarse en 1.5 grados centígrados. Y ahora viene lo peor: para como han estado las reuniones previas de la COP 21, ni siquiera el límite superior (e insuficiente según muchos) está asegurado. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo en las reuniones previas, los representantes decidieron que cada país asumiera compromisos voluntariamente; en otras palabras: que cada quien haga lo que se le dé la gana. El ya citado Francisco, que se aparta como del diablo de las vaguedades a las que son tan afectos otros personajes públicos, lo ha dicho sin tapujos: los supuestos compromisos voluntarios no sirven para nada. Es indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables, y si las cumbres mundiales sobre el medio ambiente han fracasado es porque hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos. Una revisión aunque sea somera de los titulares de La Jornada en las últimas semanas es más que suficiente para sentir la gravedad de la situación: Hacia un colapso climático antropogénico (John Saxe), Negociadores climáticos temen una catástrofe (reportaje de Afp), Cambio climático: la carrera contra el reloj y ¿Arde París? Cuenta regresiva para COP21 (Alejandro Nadal), Crónica de un desastre climático anunciado (Silvia Ribeiro). Y así por el estilo.

Que se pueda ganar la batalla de París en diciembre se ve más que difícil; se ve utópico. Y más utópico aún se ve que se puedan poner en práctica las medidas que tendrían que salir de esa reunión. En otro artículo de La Jornada sobre este tema, Jorge Eduardo Navarrete escribió: Si con la COP21 se inicia un proceso hacia la descarbonización de la energía, se abrirá el camino no sólo para una nueva revolución industrial, sino para un cambio civilizatorio de dimensión y alcance sin precedentes en los últimos tres a cuatro siglos. ¡Como si estuviéramos para utopías! Y sin embargo…

La situación no carece de ironía. Si en el pasado constantemente se trató de desprestigiar, no sólo la utopía sino hasta las reformas sociales más elementales, en nombre de la ciencia, ahora resulta que es la ciencia misma la que nos dice que necesitamos la utopía. Las propuestas que Vía Campesina, organizaciones sociales y ambientalistas y los científicos más responsables están haciendo para salvar el planeta implican una revolución que deja chica la por muchos soñada (y ahora prácticamente olvidada) revolución socialista. Pueden ser criticadas, deconstruidas, ri­diculizadas y cuestionadas todo lo que se quiera. Pero subsiste un dato incontrovertible: es eso o la catástrofe. Sobre esa base se hacen las revoluciones: patria libre o morir; cambio revolucionario de civilización o muerte para la vida humana en el planeta. No tenemos nada que perder más que una civilización que de por sí está condenada a la muerte.

Unos meses antes de que apareciera en los muros de París la desafiante frase sobre el realismo de lo imposible, un sacerdote francés, director de unas ediciones obreras y representante de una corriente profunda en la iglesia que Francisco ha retomado, se adelantó a los estudiantes franceses y escribió su propia versión: hemos llegado a un punto en que sólo la utopía es realista. Así es; y todavía con más urgencia medio siglo después. Pero el esfuerzo tendrá que ser gigantesco. Y hay que agradecer a Francisco que nos haya regalado el más vehemente y sentido sí se puede que se ha escuchado en medio de una sorda desesperanza.

laudatosi.blogspot.es