e anuncia en París una discusión sobre el reconocimiento de los daños y perjuicios del cambio climático, que es lo mismo que discutir la deuda ecológica o una parte de ella, la deuda climática. Los ricos deben al sur una enorme cantidad que va creciendo de año en año por su ocupación desproporcionada de la atmósfera y los océanos como sumideros de excesivas emisiones de dióxido de carbono.
El aumento del efecto invernadero por la quema de combustibles fósiles ya fue establecido en artículos publicados por el químico sueco Svante Arrhenius en 1896, hace 120 años. Pasaron décadas hasta que el tema se convirtió en asunto político tras la reunión en Villach, Austria, en 1985 y los primeros informes del Panel Internacional de Cambio Climático. ¿Por qué tanto silencio tanto tiempo? En 1992 en Río de Janeiro se firmó por fin un tratado internacional sobre cambio climático que recoge la responsabilidad diferenciada
de países ricos y pobres. Los países ricos no pueden alegar que no sabían los resultados de sus emisiones desproporcionadas.
Sin entrar aquí en los cálculos precisos de esa deuda climática, cabe insistir en la reiterada posición del embajador especial de Estados Unidos (desde Copenhague, en 2009, hasta París, en 2015), el señor Todd Stern, rechazando la obligación de compensación y del principio de liability, es decir, la negación de que haya un pasivo exigible o deuda de Estados Unidos y otros países industrializados. La posición de Todd Stern dificulta el acuerdo en París, pues algunos países del sur y muchas organizaciones no gubernamentales piden el reconocimiento de esa deuda y, sobre todo, exigen una promesa de que no continuará aumentando.
Quienes estuvimos en Copenhague en 2009 recordamos que Todd Stern, igualito que ahora en 2015, había declarado: Reconocemos absolutamente nuestro papel histórico en poner las emisiones en la atmósfera, allá arriba. Pero el sentido de culpa o tener que pagar reparaciones, eso lo rechazo categóricamente
. El embajador Pablo Solón, de Bolivia (quien estos días está en París como ciudadano corriente en las reuniones de la sociedad civil), le replicó a Todd Stern en Copenhague: Nuestros glaciares están en regresión, las fuentes de agua se secan. ¿Quién debe hacer frente a eso? A nosotros nos parece justo que el contaminador pague, y no los pobres. No estamos aquí asignando culpabilidad, sino solamente responsabilidad. Como dicen en los comercios de Estados Unidos, si lo rompes, lo pagas
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El tema es pagar compensaciones por la deuda climática histórica y, mucho más importante, reconocer la deuda y evitar que siga creciendo. Uno se pregunta si el papa Francisco, en caso que vaya a París o mediante sus representantes, va a interpelar a Todd Stern y al presidente Barack Obama, leyendo meramente el párrafo 51 de su propia encíclica Laudato si’. Este párrafo está escrito en un vigoroso lenguaje que circula en Latinoamérica entre los portavoces del ecologismo popular y de la justicia ambiental desde 1991. Dice así: “Hay una verdadera ‘deuda ecológica’, particularmente entre el norte y el sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países. Las exportaciones de algunas materias primas para satisfacer los mercados en el norte industrializado han producido daños locales, como la contaminación con mercurio en la minería del oro o con dióxido de azufre en la del cobre. Especialmente hay que computar el uso del espacio ambiental de todo el planeta para depositar residuos gaseosos que se han ido acumulando durante dos siglos y han generado una situación que ahora afecta a todos los países del mundo. El calentamiento originado por el enorme consumo de algunos países ricos tiene repercusiones en los lugares más pobres de la Tierra, especialmente en África, donde el aumento de la temperatura unido a la sequía hace estragos en el rendimiento de los cultivos. A esto se agregan los daños causados por la exportación hacia los países en desarrollo de residuos sólidos y líquidos tóxicos, y por la actividad contaminante de empresas que hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital”.
La encíclica insiste, pues, en computar la desigual distribución del espacio ambiental
para depositar gases de efecto invernadero. Y añade: Constatamos que con frecuencia las empresas que obran así son multinacionales, que hacen aquí lo que no se les permite en países desarrollados o del llamado primer mundo. Generalmente, al cesar sus actividades y al retirarse, dejan grandes pasivos humanos y ambientales, como la desocupación, pueblos sin vida, agotamiento de algunas reservas naturales, deforestación, empobrecimiento de la agricultura y ganadería local, cráteres, cerros triturados, ríos contaminados y algunas pocas obras sociales que ya no se pueden sostener
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