a relación del presidente con la ciudadanía se funda en un modelo sustentado en la explotación mediática de los logros gubernamentales, aun cuando éstos todavía sean promesas por cumplir o buenos deseos. Todo suma, aunque sature a las audiencias. Un ejemplo de ese estilo personal de Peña Nieto aparece en el mensaje difundido por el mandatario al cumplir tres años de gobierno: “Hace tres años me comprometí a trabajar por un México en paz, incluyente, con educación de calidad, próspero y con responsabilidad global… Con reformas estructurales, políticas públicas innovadoras e infraestructura, avanzamos en esa dirección. México ya está en movimiento”. Todo positivo; ninguna alusión a los gravísimos problemas vividos en ese lapso. Ningún intento de afrontar la crispación difusa que recorre al país o de responder a las críticas que todos los días se le hacen al gobierno. Ese “silencio de Los Pinos, como lo llama la revista Nexos, define el momento y merece ser abordado como expresión de la crisis que recorre una forma de gobernar en decadencia. El Presidente y sus consejeros lo ven todo bajo la óptica de la comunicación como una habilidad técnica, sin reconocer que lo democrático no está en el alcance de la cobertura, en el rating, sino en la capacidad de que los mensajes
susciten una respuesta en quien los escucha, es decir, la interacción que sólo se da en un verdadero diálogo.
La ciudadanía quiere saber qué piensan los gobernantes acerca de los asuntos que le preocupan, sean de cualquier índole; desea informarse, pero no entiende la rendición de cuentas como la infinita sucesión de comparecencias, foros y comunicados mediante los cuales la autoridad se hace presente y explica
su quehacer ante un público que ya no es el receptor pasivo y exige que su voz también se escuche. El encuentro formalista de la autoridad con grupos organizados de la ciudadanía, en el viejo pero indestructible estilo del viejo presidencialismo, no puede ser la clave para la atención y solución de los problemas que la sociedad plantea a la autoridad y a las instituciones desgastadas por el burocratismo y la corrupción. La ausencia de un escenario abierto a la discusión franca sobre el país y sus graves problemas en un sentido realmente democrático crea incertidumbre y deslegitima la acción pública, siempre bajo sospecha.
En la tradición política heredada del viejo régimen presidencialista tales encuentros eran y son numerosos y hasta obligatorios, pero cuando el Presidente desea fijar una postura se dirige no a esos mexicanos genéricos que pueblan los discursos sino a las élites (nacionales y extranjeras) que impulsaron las reformas estructurales mucho antes de que el Pacto por México permitiera aprobarlas. La idea fuerza es clara: las élites desean construir un capitalismo funcional, sin las rémoras populistas
que algunos estigmatizan, aunque buena parte de esa herencia –la cuestión social– permanezca en el lenguaje político, como evidencia terrible de que la modernización sí implica asumir prioridades y de que la realidad de la desigualdad no desaparecerá tras el discurso invisibilizador que está en curso.
El problema con los acuerdos pactados entre grupos de poder (al margen del Congreso) es que no resuelven la crisis de confianza y credibilidad en el funcionamiento general de la clase política
, a la que en última instancia se descalifica incluso para gobernar. La llamarada de las candidaturas independientes, incomprensiblemente secundada por algunos partidos, por ejemplo, se da, justamente, gracias al sentimiento antipolítico surgido en algunos frentes empresariales que creen llegada la hora de cambios de fondo en todo el modelo político electoral para castigar la corrupción y poner los procesos electorales bajo su control directo. Nada de eso es una rebeldía circunstancial pues se sienten legitimados para ello: no se olvide que en estos tres años Peña Nieto puso punto final a la visión constitucional de la propiedad contenida en el artículo 27 y abrió las compuertas que defendían, más que al viejo Estado revolucionario de hechura priísta, a la posibilidad de transformarlo mediante una profunda y legítima reforma económica y social que no se rindiera a la ortodoxia neoliberal. Peña ganó la aprobación de las reformas pero perdió hegemonía, aunque la mayoría absoluta que el gobierno tiene en el Congreso le permita cubrir el expediente de la pluralidad sin hacer concesiones importantes a las posturas críticas que allí se expresan, a lo cual ayuda, por supuesto, la mirada estrecha de una oposición articulada por sus intereses más inmediatos y no por la exigencia de una verdadera deliberación nacional. Se hace cada día más evidente que un Congreso controlado no fortalece al Estado ni tampoco a la ciudadanía que exige cambios. Así que lo que estamos viviendo no es un juego restaurador del pasado, como muchos suponen, sino el último intento realizado desde el poder para transformar a México en un país moderno
, en el sentido que lo entienden las élites sin abandonar por completo las formas de relación entre el poder y la ciudadanía que impiden avanzar hacia una genuina deliberación nacional.
No es fortuito que en este contexto las baterías ideológicas presidenciales estén apuntadas contra el populismo
y sus figuras públicas, sin considerar siquiera la urgencia de debatir otras opciones para salir de la trampa del lento crecimiento y alta desigualdad, como lo ha planteado Jaime Ross. El gobierno presume sus conquistas pero no ofrece una visión del futuro, un proyecto capaz de orientar el curso de acción que la aprobación de las reformas apenas vislumbra. Esa es la discusión que el 2018 no puede soslayar.