ras los ataques terroristas en París el mes pasado, el presidente francés, François Hollande, emprendió una vigorosa campaña en contra del llamado Estado Islámico (EI). Le declaró la guerra, convenció al Parlamento de instaurar un estado de emergencia durante tres meses, ordenó el cierre de fronteras, redobló las medidas de seguridad interna y se entrevistó con numerosos jefes de Estado y de gobierno para intensificar la campaña militar contra el EI.
Hollande viajó a Washington y Moscú, consiguió que Alemania aumentara su presencia militar (no letal) y que el primer ministro británico, David Cameron, obtuviera la autorización de su Parlamento para bombardear al EI en Siria (ya lo hace en Irak).
Hace un siglo esos dos países –Francia y Reino Unido– definieron en gran parte la geografía y la política de Medio Oriente tras su victoria en la gran guerra y el derrumbe del imperio otomano, el último califato. Trazaron en la arena de esa región lo que serían sus esferas de influencia y surgieron, entre otras, las naciones de Siria e Irak. Luego, Estados Unidos empezó a involucrarse en esa parte del mundo, alentado por los descubrimientos de yacimientos petroleros.
No deja de ser una gran ironía que Alemania, el país que Francia, Reino Unido y Estados Unidos derrotaron en 1918, sea hoy el que más refugiados (casi un millón, y la mitad sirios) esté acogiendo de Medio Oriente.
Lo cierto es que hace 15 o 20 años nadie pudo predecir la pesadilla que vive hoy Medio Oriente y sus repercusiones en Occidente y otras partes del mundo. La región está plagada de sectarismo, intolerancia religiosa y desigualdades socioeconómicas. Lleva décadas de intervenciones de todo tipo por parte de las potencias occidentales que han apoyado a sucesivos regímenes autoritarios.
Quizás dentro de algunos decenios habrá un historiador que nos explique lo que está ocurriendo. ¿Cómo han surgido estos grupos terroristas y cómo atraen a personas de dentro y fuera de la región? Pero por ahora se antoja muy difícil de comprender.
Medio Oriente es hoy un lugar mucho más peligroso que hace 15 años. Sabemos que a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001 el presidente George W. Bush decidió invadir Afganistán para acabar con Al Qaeda y eliminar a Osama Bin Laden. ¿Cómo surgió ese movimiento yihadista? Sabemos que, por razones totalmente espurias, Estados Unidos decidió lanzarse contra Irak. Acabó con Saddam Hussein y disolvió su ejército. Hoy no pocos de los militares de Hussein forman parte del EI.
El EI cuenta con su propio territorio y la infraestructura de un Estado, así como un ejército convencional, cuadros de terroristas y guerrilleros dispuestos a infiltrarse en los lugares que pueden ir perdiendo.
En 2009 Barack Obama accedió a la presidencia de Estados Unidos y quiso cumplir sus promesas de campaña al insistir en la salida militar de Estados Unidos de Afganistán e Irak. Y así ha procedido.
El domingo pasado el presidente Obama trató de tranquilizar a los estadunidenses tras los ataques terroristas en San Bernardino, California. Insistió, como lo ha hecho después de cada matanza, en la necesidad de un mayor control de las armas en su país. Instó al Congreso a que actúe en la materia, a sabiendas de que está dominado por los republicanos y que están en pleno ciclo electoral. Sin duda el tema es el que más preocupa a Obama.
El presidente les dijo que el EI será derrotado. Abogó por seguir el camino ya trazado: más ataques aéreos, incremento en el número de asesores militares y respaldo a los kurdos y las fuerzas sunitas sobre el terreno. Pero descartó, como lo ha hecho desde un principio, el despliegue de tropas estadunidenses.
En Washington hay muchos dirigentes militares y políticos que insisten en que la única manera de acabar con el EI es mediante una abrumadora fuerza militar terrestre. Unos dicen que debe ser un ejército sunita de Irak, otros abogan por soldados de la OTAN, principalmente estadunidenses. Y según su argumento, si se priva al EI del territorio que hoy ocupa en Siria e Irak perderá su razón de ser.
Obama no lo cree. Vio cómo se neutralizó a Al Qaeda pero luego surgió el EI. Teme que otros grupos terroristas releven al EI en el futuro y, una vez más, Estados Unidos se vea envuelto en otro conflicto terrestre que no podrá ganar a corto plazo.
El presidente Obama prefiere intensificar los ataques aéreos pero tiene el problema de los llamados daños colaterales. Insiste en que sus pilotos respeten las reglas de enfrentamiento ( rules of engagement) para daños a la población civil. Pero se verá obligado a modificar esas reglas como, al parecer, ya lo hacen rusos, franceses y británicos.
Algunos críticos de Obama han llegado a decir que no le interesa resolver el problema que plantea el EI. Simplemente busca contenerlo
y dejar a su sucesor la resolución del conflicto.
Pero, ¿qué pasa si el conflicto no tiene solución o, cuando menos, una solución impuesta por Occidente?
Obama es un ser pensante. Demasiado pensante, dirán algunos. Ha tratado de proyectar una imagen de Estados Unidos mucho más acorde con lo que él considera la esencia de su país: una nación diversa cuya fuerza reside precisamente en esa diversidad. En cierto sentido, es la antítesis de muchos de los dirigentes blancos que lo precedieron en la presidencia. Pero también sabe que el suyo no es un país sin problemas. Y creo que su enfoque, a veces de profesor universitario, a veces de marido de una descendiente de esclavos, y a veces de hijo de una madre y abuelos maternos blancos, ha cambiado la forma en que esa población diversa ve la presidencia de su país. A muchos no les gusta, pero a muchos más sí. Ello es un cambio significativo.