a vigésimo primera Conferencia de las Partes del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) concluyó ayer en París, Francia, luego de dos semanas de negociaciones y discusiones, con la adopción de un documento que por primera vez involucra compromisos de países ricos y en desarrollo. El texto, que fue calificado de histórico
por los gobiernos occidentales y por la ONU, sienta las bases para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y plantea la perspectiva de un planeta libre de combustibles fósiles; indica que los países industrializados –los que más han abonado al fenómeno del calentamiento global– deberán ayudar financieramente a las naciones en desarrollo; propone limitar el aumento de la temperatura del planeta muy por debajo de 2 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales
y seguir esforzándose por limitar el aumento de la temperatura a 1.5 grados centígrados
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Es posible que el encuentro realizado en la capital francesa haya respondido a las expectativas que generó, y resulta saludable que haya arrojado un compromiso conjunto y vinculante, impensable hasta hace unos años. Pero no puede soslayarse el hecho de que el fenómeno que se pretende combatir –el cambio climático– tiene trasfondos cuya atención no requiere sólo de medidas de índole ambiental. Es pertinente recordar, al respecto, el enorme desequilibrio que impera en el mundo en materia de contaminación y degradación de los recursos naturales: mientras Estados Unidos cuenta con 4 por ciento de la población mundial, consume cerca de 25 por ciento del petróleo del orbe y es el segundo mayor emisor de gases contaminantes, por detrás de China, que tiene una población cuatro veces mayor.
Desde esta perspectiva, el obstáculo principal de un nuevo instrumento internacional que norme el comportamiento ambiental de los países no es de índole política, sino económica: el modelo de desarrollo vigente en buena parte del mundo concede enorme poder a los intereses de los grandes conglomerados empresariales, para los cuales contaminar es un gran negocio que debe permanecer al margen de regulaciones públicas, que les restarían rentabilidad.
En tal circunstancia resulta difícil suponer que durante las dos semanas que duró la COP21 en París hayan podido modificarse los intereses depredadores de quienes ostentan la mayor parte de ese poder.
Para lograr este propósito no basta con la buena voluntad de los gobiernos participantes en cumbres como las referidas. Se requiere, en cambio, de la acción colectiva de los ciudadanos contra la indolencia gubernamental, que permita mantener a raya la conducta devastadora de los grandes conglomerados empresariales. De otra forma, el acuerdo de París será, en el mejor de los casos, un parto de los montes, si no es que un nuevo ejercicio de gatopardismo para postergar un giro en el modelo de desarrollo y de consumo energético que ya debiera ser impostergable.