uando José Leonardo Martí, presidente de Canacine (Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica) habla de la necesidad de encontrar un equilibrio al fomentar las películas mexicanas que ganen premios internacionales y cintas taquilleras, como No se aceptan devoluciones o Nosotros los Nobles, para poseer una industria doméstica robusta
(nota de Jorge Caballero, La Jornada, 8 de diciembre, 2015), lo que parece quedar fuera de toda consideración es el caso de un cine de calidad de muy escasos recursos, sin actores profesionales, sin promoción ni salida asegurada en un circuito comercial, y realizado además en provincia, como es el caso de la cinta Somos Mari Pepa, primer largometraje del tapatío Samuel Kishi Leopo.
A punto de finalizar el 2015, se constata una caída considerable del número de espectadores para el cine mexicano (26 por ciento con respecto al año anterior), y de los ingresos en taquilla (28 por ciento). Los motivos de satisfacción, para la industria, son cinco títulos exitosos: Un gallo con muchos huevos, El gran pequeño, A la mala, Don Gato: el inicio de la pandilla y Gloria. Nada comparable al fenómeno de taquilla que fue hace dos años No se aceptan devoluciones, pero la idea es perseverar en un tipo de comedia familiar que, a juzgar por los datos duros, resulta menos atractivo hoy para el gran público que le prefiere ya una apabullante oferta hollywoodense.
La errática política oficial busca, por un lado, afianzar el prestigio del cine nacional con un cine de autor (Amat Escalante, Carlos Reygadas, Gerardo Naranjo) premiado en Europa y poco visto en México, o con un cine comercial premiado en Hollywood (Guillermo del Toro, González Iñárritu, Alfonso Cuarón), y visto en nuestro país como lo que es, un producto estadunidense; y por el otro, apoyar a un cine taquillero de consumo local, de calidad azarosa, y sin mayor proyección internacional fuera del mercado latino en Norteamérica. En la búsqueda de este precario equilibrio, lo que parece estar siempre en juego es la identidad misma del cine nacional. Producciones aparentemente menores, como Somos Mari Pepa, o muchos otros títulos que sólo brillan fugazmente en festivales locales para quedar luego virtualmente enlatados y desaparecer a una o dos semanas de su incierto estreno comercial, bien podrían ser dignas de consideración en una estrategia diferente de apoyo al cine mexicano desde la nueva Secretaría de Cultura. Se trata de una asignatura pendiente para poder calibrar una voluntad de cambio o una mera solución cosmética de continuidad.
Por lo pronto, Somos Mari Pepa se estrena finalmente en el circuito cultural capitalino a dos años de haber sido exitosamente presentada en el Festival Internacional de Cine de Morelia, y en una segunda visión mantiene vigorosamente todo su atractivo y frescura. Es la historia de una banda de rock punk llamada Mari Pepa (por marihuana y por el órgano genital femenino
, explica Álex, uno de sus protagonistas). No se busque mayor originalidad y sutileza en el humor adolescente de los cuatro jóvenes adictos a la música, la patineta, la cámara digital y el porno; reténgase, sin embargo, el formidable oído del cineasta y guionista, y su colaboradora Sofía Gómez Córdova, para captar con acierto el habla cotidiana de los jóvenes hiperquinéticos y desmadrosos que buscan un éxito fulgurante en la guerra de bandas musicales que se prepara en algún lugar de la periferia tapatía. El requisito es participar con dos canciones. La primera está lista; la segunda, parece un reto insuperable. Los padres de los roqueros, en particular la anciana abuela con la que Álex comparte una vivienda modesta, y con ellos toda una generación de espectadores, soportan estoicamente las embestidas acústicas del cuarteto nini, ni punks ni emos, ni trabajadores ni estudiantes, ni hijos descarriados ni vástagos ejemplares, ni plenos gozadores sexual ni tampoco lo contrario.
Somos Mari Pepa refleja, a su manera, algo del desencanto juvenil presente en películas como Voy a explotar y Güeros, pero su apuesta es decididamente intimista, con una realidad social un tanto fuera de cuadro, jamás del todo explícita, pero que por momentos irrumpe sorpresivamente, como en ese triste microcosmos social que es la sala donde se alecciona a jóvenes y adultos en técnicas de mercado, superación personal y autoayuda, y donde la charlatanería hace las veces de alternativa ilusoria a la desesperación que genera la crisis. En el contacto diario de Álex con su abuela, y su mundo radiofónico de boleros y programas tipo la tremenda corte
, y toda esa música ligada a su recuerdo, el adolescente descubre que por encima del aparente divorcio total con la generación adulta que nada entiende, surgen puntos de una auténtica solidaridad afectiva cuya comprensión cabal marca, para Álex y su banda, el ingreso formal a la madurez. Llegar a ese momento emotivo de revelación que tiene el relato, supone el trámite de una hora previa de vacilaciones, insensateces ingenuas y un pubertinaje prolongado. Nada fuera de tono con la vida misma. En esa mágica conexión reside todo el encanto de la cinta.
Se exhibe en la Cineteca Nacional, Cine Tonalá, Cinemanía Loreto, Casa del Cine y Cinematógrafo del Chopo.
Twitter: @Carlos.Bonfil1