Ningún partido quiere apuntalar a un PP que hace aguas
Martes 22 de diciembre de 2015, p. 14
Madrid.
Llegó la cruda después de un domingo electoral de mucho ruido y muchas nueces. Tanto y tantas que las fuerzas políticas españolas y nacionalistas –léase catalanas y vascas– hacen esfuerzos denodados para digerir unos resultados que, salvo a Pablo Iglesias, de Podemos, y Ada Colau, la carismática alcaldesa catalanista de Barcelona, las dejaron descolocadas.
Resultados engañosos como nunca desde la transición que llevó a cabo el fallecido Adolfo Suárez, el hombre que siendo hijo del franquismo entendió la necesidad de cambiar de tercio. Contó para ello con dos personajes singulares, ambos de izquierda. Santiago Carrillo, líder histórico del Partido Comunista, y Felipe González, el hombre que se adueñó de la sala de controles del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) desde la clandestinidad.
Entre los tres parieron los históricos Pactos de la Moncloa. Ese acuerdo que dejó insatisfechas a las fuerzas nacionalistas vasco-catalanas es hoy un modelo fuera de foco, inservible. Los votantes dijeron ayer que están cansados de las mismas caras y de una corrupción que, en mayor o menor medida, afecta a los dos partidos que capitalizaron la mentada y nunca terminada transición española.
La irrupción de Podemos a nivel nacional y de Colau –más o menos asociada con Podemos– a nivel catalán, es un mensaje para navegantes. Hay que caminar por las calles de la guapa Madrid para escuchar las conversaciones ciudadanas.
Este domingo entró con fuerza lo nuevo, pero lo viejo ahí sigue, con achaques, pero ahí está, en una silla de ruedas si se quiere, pero está. Los partidos más dañados, PP y PSOE, esbozaron este lunes explicaciones que tal vez sirvan para atemperar el desánimo de sus bases, si acaso. Lo mismo sucede con el cascarón llamado Ciudadanos, la joven derecha liderada por Albert Rivera que, soñándose casi en La Moncloa, acabó en el vagón de cola.
Y eso no quiere decir que la izquierda española se renueve y se fortalezca. No va por ahí el cuento. Es perder el tiempo pontificar sobre el significado del 20D. Apenas se abre un nuevo teatro político. El PP de Rajoy dispone de dos meses para ser investido como presidente, y a tenor del ánimo prevaleciente hoy, eso será poco menos que misión imposible.
En ese caso, como ya vaticinan los grandes bancos europeos, habrá nuevas elecciones tan pronto como en 2016. Ningún partido quiere apuntalar a un PP que hace aguas y finge demencia ante la corrupción interna. Es una derecha en retirada, desacreditada por el uso y abuso del poder que le dieron las urnas hace cuatro años.
El drama de la derecha política española es que las huestes de Ciudadanos se llevaron el pasado domingo un trancazo inesperado. Lo fiaron todo a la cara bonita y acartonada de Rivera y creyeron que con eso era suficiente para dar atole con el dedo al electorado de centro derecha. No funcionó el invento. A sus electores potenciales no les gustó ese atole.
Tampoco por la izquierda pintan las cosas de color rosa. La pica en Flandes colocada por Podemos tiene sus bemoles a tenor del comportamiento ciudadano ante las urnas. Si patinan serán pasados a cuchillo sin misericordia. Sucede que los electores pusieron el listón casi en las nubes para todos los partidos. La ciudadanía, como nunca antes, tiene la seguridad de que su voto es importante, y cuenta y pesa.
Los fraudes electorales en estas latitudes son prácticamente imposibles, y si se dan es a niveles ínfimos. Nada que ver con historias harto conocidas en México y en otros países de América Latina y de otras latitudes. Hasta las televisoras están sujetas al ojo crítico ciudadano. Lo que no gusta no se ve ni se oye.
Por eso el pasado 20 de diciembre pasó lo que pasó. Habló la calle y las urnas reflejaron ese estado de ánimo.