icen los que saben que la evaluación educativa, como actividad práctica que afecta a grupos y personas involucradas en los procesos de este tipo, trasciende la dimensión meramente técnica. En todo caso, esta última adquiere su verdadero valor cuando se conduce bajo principios éticos claros. De ahí que los términos objetividad y justicia no sean sinónimos; confundirlos conlleva el riesgo de simplificar las decisiones y eximir de responsabilidades a quienes evalúan. El resultado puede ser una prueba técnicamente impecable pero muy injusta.
Las instancias que intervienen en la implementación de la evaluación han incurrido en este aparente error, comenzando por el propio INEE. En el Programa de mediano plazo para la evaluación del Servicio Profesional Docente 2015-2020 dice que son cinco los principios que orientan su actuación: la mejora escolar, la equidad, el reconocimiento y atención a la diversidad, la participación y la evaluación justa. Sobre esta última señala que busca respetar “en todo momento, los derechos de las personas, lo que se logrará en la medida en que las evaluaciones sean técnicamente sólidas, imparciales, objetivas, transparentes y pertinentes…” (p. 8).
Los responsables de la evaluación docente han faltado a todos los principios que dicen defender. La lista de yerros cada día es más larga. En estas líneas me centraré nada más en uno, el de la evaluación justa, enarbolada en la retórica oficial, pero quebrantada constantemente.
A juzgar por el rechazo, las dudas, los cuestionamientos constantes y la desconfianza creciente de los maestros, este principio de justicia simplemente no tiene asidero alguno en la realidad. La reciente campaña de chantajes, propaganda engañosa, promesas y amenazas coronadas con el uso de la fuerza pública para obligar a los maestros a presentar los exámenes ha atentado contra su integridad física y libre albedrío, borrando cualquier vestigio de justicia, si es que lo había.
De entrada, la información no llegó a todos por igual; tampoco fue oportuna, suficiente ni clara. Los docentes padecieron el autoritarismo institucional característico de las administraciones educativas federal y locales, acostumbradas a exigir información, pero no a proporcionarla, a lo que hay que sumar su incapacidad crónica para gestionarla.
El INEE y la SEP cambiaron cinco veces la fecha para realizar la evaluación de permanencia, sin que mediaran explicaciones o argumentos convincentes. Muchos docentes recibieron dos días antes de que venciera el plazo de registro, por vías completamente informales y fuera de sus horarios de trabajo, la notificación de que debían presentarse al examen, mientras otros lo sabían con cinco meses de antelación. Ante estas circunstancias resulta obvio que las condiciones de participación para unos y otros fueron completamente desiguales.
Otro botón de muestra es el cambio en la ponderación que el propio INEE ha atribuido a los instrumentos para evaluar la permanencia de los sustentantes: el informe de desempeño elaborado por el director o autoridad inmediata, el expediente de evidencias de aprendizaje, el examen de conocimientos y habilidades y la planeación didáctica argumentada. Hace unos días circuló en redes sociales un video en el que la propia presidenta del INEE afirma que el primero de los cuatro instrumentos, o sea el informe de desempeño elaborado por el director, no tiene valor (https://www.facebook.com/eduardoo1202/videos/1049305781767851/), únicamente las evidencias de enseñanza y aprendizaje, el examen de conocimientos, y la planeación argumentada.
Continúo el recuento de las desigualdades. Los maestros que viven en zonas alejadas de los centros urbanos donde no hay transporte ni vías de comunicación tienen que costear con sus propios recursos los gastos de traslado a las sedes de recepción y registro, ubicadas a varias horas de distancia de su lugar de residencia; algunos se han llevado la sorpresa de que al llegar no hay sistema o no les reciben los documentos por motivos diversos, de manera que tienen que regresar otro día, con la consecuente erogación de recursos económicos que cubren de su bolsillo.
Durante la evaluación, los profesores enfrentaron diversos contratiempos que los afectan irreparablemente. Al llegar a las sedes de aplicación se encontraron con que el sistema de cómputo no funcionaba, equipos que fallaban y pantallas carentes de protectores. Esto, sin contar deficiencias propias del examen, como preguntas absurdas, largas y repetitivas, que demandan la memorización de reglamentos y cuyas respuestas son difíciles de discriminar.
Finalmente, después de la evaluación recibirán un resultado que automáticamente los clasifica en idóneos y no idóneos; son etiquetados, estigmatizados, tratados como número en una lista de prelación, cuyo manejo es completamente oscuro. Quienes han decidido impugnar las irregularidades se han enfrentado a un muro infranqueable, a una larga colección de negativas. Paradójicamente, el INEE, la Comisión Nacional del Servicio Profesional Docente y las autoridades educativas locales, en calidad de responsables de implementar la evaluación, se enredan cada día más en una amenazante maraña evaluadora creada por ellos mismos. Por más blindaje técnico, lenguaje rebuscado, chantajes, presiones y amenazas a las que han recurrido para justificar sus decisiones y convencer a los maestros sobre sus bondades y beneficios, la prueba ha incumplido el principio fundamental de justicia que debiera caracterizarla por una simple y sencilla razón: el actual sistema de evaluación responde a una ley injusta de origen que muchos docentes han decidido desobedecer. El Servicio Profesional Docente y el propio INEE llevan a cuestas una marca de origen, producto de arreglos políticos entre élites y de un proceso legislativo cuestionable por donde se le vea, en el que la ética política simplemente brilló por su ausencia. Por eso, la evaluación no será justa ni ahora ni nunca.
*Profesora titular de la Universidad Pedagógica Nacional Ajusco