Opinión
Ver día anteriorSábado 2 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El dinero de los pobres
N

o se imaginaban quienes urdieron el sistema de cobro de piso con parquímetros que el golpe para obtener más ganancias, mediante empresas privadas concesionarias, iba a producir un efecto colateral devastador para las economías de los más pobres entre los pobres de la capital, los que subsisten en las calles expuestos al sol, al esmog, al viento y a la lluvia. Esas pequeñas economías con las que se sostienen miles de personas sin recursos han sido víctimas de la imposición a la que se opusieron capitalinos conscientes, principalmente en las delegaciones Benito Juárez y Cuauhtémoc.

Quien circula por la ciudad puede constatar que casi no hay esquina o crucero importante o mediano en que no haya al menos uno o dos pobres consiguiendo monedas para subsistir. Quien conoce la ciudad más allá de restoranes de lujo y condominios privilegiados, sabe de esta amplia variedad de desposeidos que, sorteando autos y bicicletas y aprovechando el poco tiempo que corre entre una luz roja y una verde, se despliegan entre los vehículos para ganar unas monedas.

¿Será necesario describirlos? Quizá sí por si están en vías de extinción. Van desde pedigüeños sin más hasta pequeños comerciantes más o menos organizado; solitarios unos, en grupos otros, la variedad es amplia y está en constante movilidad.

Algunos son pobres de solemnidad, miradas opacas, piel pegada al hueso, anemia, viejos o mujeres indígenas con rebozos ajados y niños famélicos en brazos o a la espera en la banqueta cercana. Son los más pobres, sólo piden.

Otros se ingenian para simular un espectáculo por una exigua paga; payasitos, malabaristas, algunos hábiles para arrancar una sonrisa al conductor a cambio de lo que quiera darle; hay magos, pirámides de niños sobre los hombros de sus hermanos, prestidigitadores.

Otros son los que limpian cristales o cofres de autos; los primeros armados con botellas de agua jabonosa, trapos y jaladores de hule para limpiar el agua que ellos mismo arrojaron sobre el parabrisas; con hilachas los segundos para quitar apresuradamente el polvo de cofres y salpicaduras.

Los comerciantes cuentan con un pequeño capital que pueden transportar en una sola mano, entre una y otra fila de vehículos. Casi todo se vende o se ha vendido en las esquinas de la gran capital; frutas de temporada, platanitos dominicos, guayabas, tunas, cañas peladas, ciruelas. Luego vienen los chicleros, cuya mercancía tanto daño causa al pavimento cuando ya usada y sin el mínimo de dulce es tirada a la vía pública; los vendedores de cacahuates japoneses desplazan a los de pepitas, los de gomitas se mantienen con dificultad, los de cigarros al menudeo, los de objetos utilitarios hoy en disminución; en fin, cosas que se comen, que pueden ser útiles, que no sirven para nada, chucherías diversas.

Una clase especial la constituyen los viene-viene o franeleros, que apartan lugares para estacionar autos por ganancias mayores que los otros; son los más perseguidos, pero también los más buscados por sus clientes.

A todos, a los más afortunados y a los menos, les cambió la vida y van percatándose de ello porque su clientela, la clase media que circula por la ciudad en automóviles y que era su proveedor de monedas regaladas o a cambio de algo mínimo, ahora se resiste a buscar el dinero en los portavasos o en los huecos de las consolas de sus vehículos.

Algunos más algunos menos, para sus pequeños gastos trae un puñito de monedas de a peso, de a dos, de a cinco, de a 10, que sabían que en cualquier momento circularían.

Esas monedas irán a parar a las arcas ávidas de las concesionarias de parquímetros. Hasta el dinero suelto, monedas, morralla, cambio, base de la economía popular, va hoy a dar a unos pocos; los automovilistas seguirán trayendo monedas, no para los habitantes de la calle, su dinero, el dinero de los pobres, hasta ese, será para empresas que acaparan lo poco que antes llegaba a los más desposeidos de la ciudad.