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Nosotros ya no somos los mismos

El doctor Octavio Rivas Solís, activista excepcional

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Octavio Rivas era superdotado para la relación humana y la persuación. Su entrega al movimiento médico fue absoluta. Abandonó todo, menos a sus pacientes. Durante los paros no negaba atención personal a los enfermos: él iba a visitarlos a sus domicilios o los atendía en un café, una cantina o un parqueFoto Marco Peláez
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onocí al doctor Octavio Rivas Solís en una de las inimaginables veladas literario/musicales que el último viernes de cada mes se llevaban a cabo en un privado del añoso restaurant de la Condesa llamado El Tío Luis, cuyo blasón era un pollo patas pa’rriba y el monárquico y altivo lema: El rey del pollo. Estas reuniones eran muy socorridas en las épocas decimonónicas de mi pueblo: los anfitriones eran señoritas quedadas a vestir santos (así les decían a quienes rebasaban los treinta años y no se habían aplicado a desvestir mancebos). Papás con hijas que no salían a su debido tiempo (veinticinco años). Nuevos ricos con urgencia de reconocimiento social. Escritores, músicos, pintores, poetas (en Saltillo, todos), que morían por una mínima audiencia y la exclusividad, por breve tiempo, de la luz cenital de un foco de 50 watts, para él sólo, y alcanzar los 15 minutos de atención que suele ser la aspiración máxima.

A estas reuniones (las de aquí), era casi imposible encontrarles pies ni cabeza. La heterogeneidad de los asistentes hacía imposible alguna explicación lógica. Inicialmente quienes se reunían regularmente eran nada menos que policías de diferentes corporaciones quienes, por diversas razones, se habían amistado. Víctor de la Puente (el jefe cejas), José Karam y el capitán Pedro Grajales eran judas, el compadre Armando Carbajal, patrullero y granadero. Ellos me invitaron a cenar para corresponder a algunos favores que había tenido oportunidad de hacerles, sin entender que el endeudado y obligado a servirles era yo, pues gracias a sus generosos y oportunos pitazos, logré escapar de los apañamientos preventivos que acostumbraban realizar las fuerzas del orden en ocasiones de riesgo: la visita de un mandatario extranjero, el Informe presidencial, etcétera. Unas cuantas palabras mágicas, sin identificación del emisor, eran suficientes: pélate, en 15 minutos caemos por ti. Ciertamente, a mí correspondía la carga de la deuda. Otro grupo lo conformaban los médicos, unos del Poli: Rodolfo Martínez Ponce y Limón, presidente de las Asociación Mexicana de Nefrología, quien fue secretario de información del AMMRI, y el ginecólogo michoacano Jesús Macías. Otros universitarios como Federico Ortiz Quezada, destacadísimo urólogo, antes de que tuviera la mala idea de cambiar las próstatas de importantes personeros por la función pública y la literatura, no lo hizo mal en ninguna de estas actividades, pero sus amigos jamás entendimos por qué abandonó el enorme poder que (literalmente) tenía en las manos. Jóvenes funcionarios de la SEP, del gobierno de la ciudad entraban y salían de este cenáculo: (reunión de personas que comparten semejantes o parecidas ideas: además en nuestro caso, literalmente, pues estas reuniones eran para cenar).

Dos personajes insólitos redondeaban el grupo: el maestro Rodolfo Mendiolea Cerecero, periodista, argumentista de radio, compositor y uno de los iniciales comentaristas de la televisión. Muy blanco, enjuto, dueño de una gran pelambre tempranamente alba, su exultante performance resultaba de verdad impresionante. Frente a los acartonados, gangosos, engolados, iletrados monos de ventrílocuo que en la actualidad padecemos (y padecimos), el maestro Mendiolea era, con todos sus excesos gestuales, un comunicador de las grandes ligas del que aquí y ahora carecemos. Como himno nacional siempre le hacíamos interpretar su canción insignia A dónde irán las almas , un éxito de muy remotos tiempos que lo llevó a ser presidente de la Asociación de Autores y Compositores de México. Como en esos tiempos debió haber tenido unos 45 años lo considerábamos el viejo y le guardábamos especial consideración: se le oía, se le consultaba y tenía la última palabra. El otro personaje, antítesis del maestro Mendiolea, había sido policía de crucero y luego de barrio. Se juntó con otros compañeros que tenían afición por el canto y la guitarreada y, entre jornada y jornada (24x24), crearon un grupo musical: Los Trinca, creo que se llamaban. Su nombre, Gaspar Henaine, se transformó en Capulina y el policía de la esquina, en uno de los cómicos más exitosos del mundo del espectáculo. Hombre sencillo, cordial, generoso y abierto a todo lo que ampliara sus conocimientos sobre la historia y vida de su país, hacía de nuestras reuniones una fiesta, si digo infantil, estaría presumiendo. Con ingenuidad, o no tanto, planteaba interrogantes que nos enfrentaban a la realidad y nos comprometían a respuestas que eran inevitables tomas de posición, inesperadas pero inevitables. En esa extraña comuna las confidencias, los afectos y la solidaridad se iban acrecentando. Javier Molina llenaba su agenda con los asuntos jurídicos de todos y jamás aceptó remuneración alguna (bueno, ni cuando los ganaba). Los médicos nos daban consulta a cada momento y hasta muestras médicas nos repartían. Los judas estaban siempre prontos a sacarnos de cualquier apuro y el granadero nos organizaba en un ranchito de su familia grandes comelitones. Nuestras familias tenían su lugar reservado y gratuito en el Circo de Capulina. Por mi parte me convertí en el cabildero de la colectividad que atendía los asuntos mínimos de la cotidianeidad familiar. Por todas estas afectivas imbricaciones, el movimiento médico nos caló a todos hondamente. En mítines y manifestaciones solíamos encontrarnos e intercambiar un simple guiño.

Recuerdo una marcha por Paseo de la Reforma. Desde el Ángel se divisaba a uno y otro lado, una blanca estela. una eterna sábana alba y ondulante que se movía acompasadamente y que impregnaba el ambiente de un halo de dignidad, decoro y prestancia. La encabezaban algunos hombres de edad provecta, apoyados por otros en plena madurez y luego cientos y cientos de jóvenes: internos, residentes y estudiantes de las facultades de Medicina, Odontología, Enfermería. También participaba un contingente de gruesas, morenas y decididas matronas y esmirriados (¡oh, qué tiempos!), varones que constituían el personal de servicio de la red hospitalaria gubernamental: afanadoras, bedeles, ujieres, unidos a las más grandes eminencias médicas que este país ha producido y que, pacífica y con entera civilidad, reclamaban sus más elementales derechos profesionales, y también los de la gente, de clase media para abajo, que tenían en el Seguro Social, el Issste y los hospitales de la Secretaría de Salubridad, la atención y prestaciones que el pago de sus cuotas debían garantizarles.

Octavio Rivas era un activista excepcional, superdotado para la relación humana, el razonamiento y la persuasión. Su entrega al movimiento fue absoluta. Abandonó todo, menos a sus pacientes. Durante los paros no les negaba su personal atención a los pacientes: él iba a visitarlos a sus domicilios o los atendía en un café, una cantina o un parque. Asistía a todas las reuniones, explicaba en las aulas o las asambleas las razones del movimiento blanco y no sólo convencía, persuadía a cuantos lo oían. Cuando la fuerza gubernamental y la complicidad de sus naturales asociados: círculos patronales, medios de comunicación, sindicatos oficiales y los infaltables esquiroles quebraron el movimiento médico la diáspora fue inevitable. Los maestros reconocidos fueron disputados por los centros hospitalarios del extranjero. De nuestro grupo, Martínez Limón y Jesús Macías Aviña retornaron a su consultorio de la colonia Nueva Santa María, pero Octavio Rivas Solís, quedó en el aire. Él era el cirujano cardiovascular de la Cruz Roja Mexicana. A esta institución, para aprender y para servir, había dedicado toda su vida desde su recepción profesional, y de ella fue expulsado, sin respeto alguno a su persona, sus antecedentes y méritos. Nada importó las vidas que su excepcional calidad profesional había salvado. Era un agitador, enemigo del gobierno y las instituciones y era, principalmente, la oportunidad para que un bellaco, un malandrín, un singular trepador social: José Barroso Chávez, escalara un peldaño más en su permanente afán de lucro y vanidades.

Hablaremos de esta vergüenza en siete días. Y también de otro recién morido: el entrañable Moisés Rivera, el reverendo. Ya diremos por qué era nombrado así.

Twitter: @ortiztejeda