i algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las dificultades que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que esos problemas se asientan en el hecho de que sus gobiernos no enfrentaron ni la cuestión de la Constitución ni la de la hegemonía. En el caso de Brasil, este hecho es particularmente dramático. Y explica en parte que los enormes avances sociales de los gobiernos de la época de Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a meros expedientes populistas y oportunistas, incluso por parte de sus beneficiarios. Explica también que los muchos errores cometidos (para comenzar, haber desistido de la reforma política y de la regulación de los medios de comunicación, algunos de los cuales dejan heridas abiertas en grupos sociales importantes, tan diversos como los campesinos sin tierra ni reforma agraria, los jóvenes negros víctimas de racismo, los pueblos indígenas ilegalmente expulsados de sus territorios ancestrales, pueblos indígenas y quilombolas con reservas homologadas pero engavetadas, militarización de las periferias de las grandes ciudades, poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etcétera) no sean considerados errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en virtudes políticas o, al menos, sean aceptados como consecuencias inevitables de un gobierno realista y desarrollista.
Las tareas incumplidas de la Constitución y de la hegemonía explican también que la condena de la tentación capitalista por gobiernos de izquierda se centre en la corrupción y, por tanto, en la inmoralidad e ilegalidad del capitalismo, no en la injusticia sistemática de un sistema de dominación que se puede realizar en perfecto cumplimiento de la legalidad y la moralidad capitalistas.
El análisis de las consecuencias de no haber resuelto las cuestiones de la Constitución y de la hegemonía es relevante para prever y prevenir lo que puede pasar en las próximas décadas, no sólo en América Latina, sino también en Europa y otras regiones del mundo. Entre las izquierdas latinoamericanas y las de Europa del sur ha habido en los pasados 20 años importantes canales de comunicación, que están todavía por analizarse en todas sus dimensiones. Desde el inicio del presupuesto participativo en Porto Alegre (1989), varias organizaciones de izquierda en Europa, Canadá e India (de las que tengo conocimiento) comenzaron a prestar mucha atención a las innovaciones políticas que emergían en el campo de las izquierdas en varios países de América Latina.
A partir del final de la década de 1990, con la intensificación de las luchas sociales, el ascenso al poder de gobiernos progresistas y las luchas por asambleas constituyentes, sobre todo en Ecuador y Bolivia, quedó claro que una profunda renovación de la izquierda, de la cual había mucho que aprender, estaba en curso. Los trazos principales de esa renovación fueron los siguientes: la democracia participativa articulada con la democracia representativa, articulación de la cual ambas salían fortalecidas; el intenso protagonismo de movimientos sociales, de lo que el Foro Social Mundial de 2001 fue muestra elocuente; una nueva relación entre partidos políticos y movimientos sociales; la sobresaliente entrada en la vida política de grupos sociales hasta entonces considerados residuales, como los campesinos sin tierra, pueblos indígenas y pueblos afrodescendientes; la celebración de la diversidad cultural, el reconocimiento del carácter plurinacional de los países y el propósito de enfrentar las insidiosas herencias coloniales siempre presentes. Este elenco es suficiente para evidenciar cuánto las dos luchas a las que me he estado refiriendo (la Constitución y la hegemonía) estuvieron presentes en este vasto movimiento que parecía refundar para siempre el pensamiento y la práctica de izquierda, no sólo en América Latina, sino en todo el mundo.
La crisis financiera y política, sobre todo a partir de 2011, y el movimiento de los indignados fueron los detonantes de nuevas emergencias políticas de izquierda en el sur de Europa, en las que estuvieron muy presentes las lecciones de América Latina, en especial la nueva relación partido-movimiento, la nueva articulación entre democracia representativa y democracia participativa, la reforma constitucional y, en el caso de España, las cuestiones de la plurinacionalidad. El partido español Podemos representa mejor que cualquier otro estos aprendizajes, incluso cuando sus dirigentes fueron desde el principio conscientes de las diferencias sustanciales entre los contextos político y geopolítico europeo y latinoamericano.
La forma en que tales aprendizajes se irán a plasmar en el nuevo ciclo político que está emergiendo en Europa del sur es, por ahora, una incógnita. Pero desde ahora es posible especular lo siguiente: si es verdad que las izquierdas europeas aprendieron con las muchas innovaciones de las izquierdas latinoamericanas, no es menos cierto (y trágico) que éstas se olvidaron
de sus propias innovaciones y que, de una u otra forma, cayeron en las trampas de la vieja política, donde las fuerzas de derecha fácilmente muestran su superioridad, dada la larga experiencia histórica acumulada.
Si las líneas de comunicación se mantienen hoy, siempre salvaguardando la diferencia de contextos, quizá sea tiempo de que las izquierdas latinoamericanas aprendan también con las innovaciones que están emergiendo entre las izquierdas del sur de Europa. Entre ellas destaco las siguientes: mantener viva la democracia participativa dentro de los propios partidos de izquierda, como condición previa a su adopción en el sistema político nacional en articulación con la democracia representativa; pactos entre fuerzas de izquierda (no necesariamente sólo entre partidos) y nunca con fuerzas de derecha; pactos pragmáticos no clientelistas (no se discuten personas o cargos, sino políticas públicas y medidas de gobierno), ni de rendición (articulando líneas rojas que no pueden ser cruzadas con la noción de prioridades o, como se decía antes, distinguiendo las luchas primarias de las secundarias); insistencia en la reforma constitucional para blindar los derechos sociales y tornar el sistema político más transparente, más próximo y más dependiente de las decisiones ciudadanas, sin tener que esperar elecciones periódicas (refuerzo del referendo) y, en el caso español, tratar democráticamente la cuestión de la plurinacionalidad.
La máquina fatal del neoliberalismo continúa produciendo miedo en gran escala y siempre que falta materia prima trunca la esperanza que puede encontrar en los rincones más recónditos de la vida política y social de las clases populares, la tritura, la procesa y la transforma en miedo. Las izquierdas son la arena que puede atajar ese aparatoso engranaje, a fin de abrir las brechas por donde la sociología de las emergencias hará su trabajo de formular y amplificar las tendencias, los todavía no
, que apuntan a un futuro digno para las grandes mayorías. Por eso es necesario que las izquierdas sepan tener miedo sin tener miedo del miedo. Sepan sustraer semillas de esperanza a la trituradora neoliberal y plantarlas en terrenos fértiles, donde cada vez más ciudadanos sientan que pueden vivir bien, protegidos tanto del infierno del caos inminente como del paraíso de las sirenas del consumo obsesivo. Para que esto ocurra, la condición mínima es que las izquierdas permanezcan firmes en las dos luchas fundamentales: la Constitución y la hegemonía.
Traducción: Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez