l mundo se transforma con rapidez y México no puede sustraerse a este cambio vertiginoso. La geopolítica se ha alterado radicalmente después de los execrables actos terroristas del 13 de noviembre en Francia y los atentados contra aviones civiles y militares, al tiempo que la economía global ha entrado en una espiral de incertidumbre y zozobra, con la caída de los precios del petróleo, la volatilidad de los principales mercados bursátiles y la devaluación de varias monedas frente al dólar.
Se ha disipado la utopía de un progreso universal lento pero inexorable, en donde la marea al alza de las economías fuertes empujaría, tarde o temprano, a las economías emergentes y aún a las rezagadas. La realidad desmiente, día a día, la creencia fundamentalista de que la globalización, la apertura indiscriminada de los mercados, sería una fórmula infalible para que un piso de bienestar social llegara en automático, si bien a ritmos diferentes, a los más de 7 mil 200 millones de seres humanos que habitan en todos los puntos cardinales del planeta.
Los acuerdos mundiales en favor de la paz, por otra parte, no han evitado que episodios violentos, ya no de naciones sino esencialmente de grupos radicales, sigan marcando el rostro del mundo, y lo peor es que ya nadie parece estar a salvo del riesgo de conflagraciones o al menos de caos lamentables y condenables de pérdida de vidas humanas, por razones múltiples, políticas, económicas, religiosas, sociales y milenaristas.
Sin embargo no todo es tempestad y nubarrones en el horizonte. Hay activos y pasivos. Hay pérdidas y amenazas, pero también retos y oportunidades. A escala mundial, por ejemplo, hay que reconocer, no digo festinar, el acuerdo de 95 países reunidos en la Cumbre de París contra el Cambio Climático, luego de reuniones que consumieron más de una quincena de diciembre, para evitar que la temperatura del planeta se incremente en 2 grados centígrados al final del siglo, al contraer el compromiso sus gobiernos de reducir las emisiones de carbono y apostar por las energías alternativas y limpias.
Hay que celebrar la reducción de las tensiones entre los gobiernos económica y, sobre todo militarmente más fuertes, el fin del mundo de la guerra fría, al cerrar todos hoy filas contra grupos fundamentalistas, en algunos casos enquistados en sus propios países, si bien todavía sin una estrategia articulada, eficaz y al mismo tiempo respetuosa de los derechos humanos.
A escala nacional, hay que partir del reconocimiento de que la economía mexicana no es inmune a la volatilidad de la economía mundial, un hecho reconocido por el propio gobierno, a diferencia de otros tiempos, nada lejanos, en que la autoridad se empeñaba en subestimar los efectos internos de los factores exógenos, equiparando a una pulmonía con una gripa común y corriente.
La devaluación del peso, por ejemplo, encarece los insumos de origen extranjero, incrementa los costos de producción, pero hasta el momento sólo de manera acusada en sectores como la industria electrónica y la automotriz; todavía no se refleja en un incremento de los índices inflacionarios, sin que ello signifique que estemos blindados contra este fenómeno, el alza de precios, que termina afectando en mucho mayor grado a los sectores marginados, los que no tienen más que su fuerza de trabajo.
Las reformas estructurales, algunas de alta controversia como la energética, han amortiguado sin embargo los efectos de la crisis mundial, al haber dado confianza a los capitales nacionales y extranjeros para la inversión en México, en un clima de mayor apertura a nuevos actores económicos, mayor competitividad, flexibilidad laboral y menores trabas al acceso del crédito a empresas y familias.
La prudencia financiera de las autoridades hacendarias, específicamente el seguro para amparar un piso en el precio del barril del petróleo, tienen las previsiones de ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación a salvo, pero la caída de los ingresos petroleros ha obligado a reducciones presupuestales en infraestructura y servicios, exceptuando a los de mayor impacto social.
Entre los activos, hay que señalar que somos un país con suficiente apalancamiento financiero, con reservas internacionales de moneda dura, por encima de los 170 mil millones de dólares; además de que somos un país comercialmente abierto al mundo, con 10 acuerdos de libre comercio, entre regionales y bilaterales.
Un país que ocupa el sexto lugar entre 56 mercados emergentes del mundo, y el primer lugar en América Latina, en los indicadores que miden la fortaleza y la solidez de los fundamentos de la economía, según el acreditado banco de inversión Merrill Lynch.
Un país que ha cubierto la principal asignatura de la democracia liberal, el ejercicio irrestricto de las libertades públicas fundamentales, comenzando por el sufragio efectivo a partir de elecciones competitivas, garantizadas por organismos electorales autónomos.
Un país que ha vivido ya dos alternancias en la titularidad del gobierno federal, rompiendo el paradigma de una sola escalera de acceso al poder público, principal anomalía o atipicidad de la democracia mexicana denunciada por años en foros internacionales.
Un país que ha suscrito la mayoría de instrumentos universales de derechos humanos y que ha dejado de asumirse como una realidad específica distinta, ajena a los escrutinios internacionales por razones de infundado nacionalismo.
Pero sobre todo un país cuya clase política, es decir, sus actores principales, no sólo los gubernamentales, ya demostró que es capaz de alcanzar acuerdos en lo fundamental y trascender el pernicioso espíritu de partido, el sectarismo excluyente que históricamente dividió la energía nacional y paralizó nuestra marcha colectiva al desarrollo. Esa es la lección, el legado principal del Pacto por México.
Con este espíritu de unidad en lo fundamental, un espíritu republicano que trasciende querellas partidistas y contiendas electorales, es con el que México debe encarar los desafíos de 2016, sus complicaciones y oportunidades.
*Ex gobernador de Oaxaca