uando leemos críticas al nuevo Reglamento de Tránsito, escuchamos a ciudadanas y ciudadanos molestos por las prohibiciones que les parecen inexplicables y por lo elevado de las sanciones, nos viene a la mente el antiguo dilema de la filosofía del derecho: ¿obliga toda regla dictada o formulada por el poder público?; los gobernados ¿sólo tienen que callar y obedecer?; el reglamento ¿cumple su función o no?
La ley, dicen quienes saben de esto, es una norma abstracta de aplicación general, sancionada por el poder público y emitida por quien tiene facultades legales para hacerlo. El Reglamento de Tránsito llena esos requisitos formales o externos. Fue expedido con toda solemnidad por el jefe de Gobierno del Distrito Federal, publicado en la Gaceta Oficial con sus anexos y se dio a conocer mediante todos los medios de comunicación. Pero algo no conectó bien, algo molestó al respetable, como suele decirse y las críticas no se dejaron esperar, se soltaron como un chubasco inesperado.
Esto, sin duda por que las recientes reglas dictadas no convencieron, no fueron del agrado o no satisficieron a quienes tienen que cumplirlas; no les pareció de ningún modo que se trate a los conductores de todo tipo de vehículos, incluso a los peatones, con tanto rigor y, lo peor, como si fueran menores de edad, con el agravante de que el monto de las multas se ha incrementado sin medida.
Pronto también se percataron los ciudadanos de que quien los vigilará y sancionará no es la autoridad, sino máquinas de grabación y de fotografía, operadas, a mayor agravio, por una empresa mercantil, que para colmo se llevará un porcentaje alto, muy alto, del importe de las multas.
El decreto para dar a conocer el reglamento, como debe ser, consta en un documento oficial que ostenta, al margen superior, un escudo que dice CIUDAD DE MEXICO.- Decidamos juntos
. Pues de inmediato destinatarios de las nuevas reglas, algunos dirigentes políticos, le tomaron la palabra al lema en cuestión y en especial, dirigentes y legisladores de Morena convocan precisamente a decidir juntos, quieren un plebiscito, forma de democracia participativa a la que alzan pelo los gobernantes inseguros y convocan a todos a exigirlo.
Tomás Moro, el autor de Utopía, decía que las leyes deben ser pocas y claras; por la complejidad de la vida moderna no son pocas, pero la claridad es una exigencia de todos los tiempos; una de las objeciones al reglamento es que su texto es farragoso y poco cuidado. En mi opinión, esto se debe a que quienes participaron en la redacción del articulado, partieron de supuestos no corroborados. Uno de ellos es que los automovilistas de la ciudad son perversos y buscan cómo violar las reglas, por lo que hay que tenerlos amenazados y vigilados.
Esto no es así; en la ciudad percibida hoy como caótica, sobrevivimos y nos movemos gracias a que los manejadores citadinos son hábiles y corteses por regla general, con algunas excepciones que nos han dado a todos mala fama. El otro supuesto no corroborado es que los capitalinos podemos soportar cualquier ocurrencia o abuso y esto tampoco es cierto.
La ciudad, en efecto, se acerca al caos por muchas causas; entre ellas que sólo unas pocas pueden ser atribuibles a los gobernados y otras, sin duda, a los gobernantes y a sus malos consejeros.
El fin de la ley es buscar el orden, la seguridad y la justicia; si el reglamento criticado no llena estos requisitos de contenido, la forma no bastará, no habrá consenso ni se cumplirá voluntariamente, continuará la lucha política y jurídica en su contra. Es el momento de escuchar a los invitados a decidir juntos
, no es oportuno enfrentarse a ellos; es importante despejar la creencia de que el reglamento tiene un fin recaudatorio y dejar claro que el gobierno tiene buenas intenciones y está dispuesto a escuchar.