no de los grandes logros de toda transición democrática fue la formación y consolidación de partidos políticos. Sin embargo, hoy, a más de tres décadas de la ola de cambio que puso fin a los autoritarismos, son numerosas las organizaciones partidistas que están en crisis. Algunas han desaparecido, otras parecen al borde de la extinción a resultas del hartazgo de los ciudadanos que han sido despojados de su poder por élites partidistas indiferentes a sus necesidades y demandas, o que se sienten ofendidos y lastimados por la corrupción y los enjuagues del personal político que se ampara en los partidos para actuar con impunidad. Pese a todo esto, la historia ha demostrado una y otra vez que los partidos son indispensables. Así es porque hasta ahora no hemos encontrado un camino mejor para organizar los millones de preferencias y de votos que se expresan en cada elección. De manera que me atrevo a afirmar de entrada que los partidos son absolutamente indispensables; un imperativo en todo régimen que se quiera democrático, y que su desaparición sería letal para nuestras aspiraciones democráticas.
No creo que sea para nosotros un consuelo saber que los males que aquejan a nuestros partidos son de muchos; sin embargo, ahora que la ley electoral incluye las candidaturas independientes, es tiempo de reflexionar sobre el efecto de esta reforma en los partidos, y sus posibles vías de evolución. Es cierto que este cambio, que muchos han aplaudido como si fuera el fin de los vicios del régimen partidista vigente, puede debilitar a partidos ensoberbecidos por la impunidad que nos agobia; tal vez, oriente a los partidos hacia un sano revisionismo. Sin embargo, los candidatos independientes también pueden reducir todavía más nuestra capacidad de monitoreo y control de los elegidos que, una vez con el voto popular bajo el brazo, no tendrán más restricción que sus ambiciones o su impredecible idiosincrasia. De nuevo podemos extraer lecciones de otras experiencias, por ejemplo la española, como lo hicimos del proceso de democratización de 1975-1978, pero en lugar de examinar las causas que llevaron al resurgimiento y a la consolidación de los partidos, ahora toca mirar a las razones de su descrédito y debilitamiento. Hace tres décadas eran vistos como instrumentos efectivos para la construcción y la preservación de la democracia, hoy los partidos son considerados por muchos el gran obstáculo para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas.
Podemos coincidir en las críticas y el rechazo a organizaciones que no sólo se han quedado cortas en términos de nuestras expectativas, sino que alimentan día con día nuestra desconfianza, pero, sobre todo, abonan el terreno para que aparezcan líderes antinstitucionales, que son, por definición, antidemocráticos. Cuando se trata de imaginar la solución a este problema, parece ser un reflejo general voltear los ojos hacia ese animal mitológico y multiforme que se ha llamado la sociedad civil
para presentarla como alternativa, pese a que cada uno de nosotros quiera decir algo distinto con esa noción. Para ponernos de acuerdo podemos recurrir otra vez a la experiencia española, que en la última década se ha transformado con la aparición de dos grandes formaciones, Podemos y Ciudadanos, que le disputan al Partido Popular (PP) y al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) el control del voto que han ejercido conjuntamente desde mediados de los años 70, sin demérito de los partidos regionales como el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y el Partido de Izquierda Republicana que defiende la autonomía de Cataluña.
Tanto Podemos como Ciudadanos buscan representar a ciudadanos independientes de los partidos; de ahí que sus denominaciones respectivas evoquen una acción o una figura que deja mucho a la imaginación, que no se compromete con una ideología, con una estructura, ni siquiera con un tema preciso –como ocurría con los partidos ecologistas, muchos de ellos nacidos también del rechazo a los partidos tradicionales–. Sabemos que uno es afín a los objetivos y planteamientos del PSOE, mientras el otro es más cercano al PP. El único compromiso de Podemos parece ser con la efectividad para hacer cambios, tal vez, o la rebeldía contra un statu quo empobrecido por la mediocridad de quienes ejercen el poder; mientras Ciudadanos parece estarlo primeramente con la participación de los electores y, tal vez, con el control de los elegidos que implica.
Ambas formaciones nacieron del rechazo a los grandes partidos existentes. Sin embargo, ahora parecería que se están convirtiendo ellas mismas en organizaciones similares a las tradicionales que apenas si se distinguen de aquello que les repugnaba. En realidad, lo que objetamos no es la función que desempeñan, sino el uso que los políticos hacen de los partidos; la razón de su decadencia no está en los fines para los que fueron diseñados, sino en lo que los han convertido. Lo que tiene que cambiar es el comportamiento de los bribones, o más bien, el partido es el que tiene que deshacerse de los bribones y no los bribones del partido.
A Podemos y a Ciudadanos se les reprocha que se comportan como partidos, que se han distanciado del objetivo que era –supuestamente– no ser partidos. Pero, ¿de qué otra manera pueden plantearse alcanzar las metas propuestas? Si no quieren ser partidos, no deberían haber buscado representación parlamentaria; si no buscaban este tipo de representación, ¿cómo podrían aspirar a poner en práctica sus propuestas? Sin el respaldo del voto popular, ¿cómo iban a justificar la legitimidad de sus demandas? ¿O su prioridad frente a las demandas de otros? Los verdes alemanes enfrentaron este mismo dilema hace décadas. No querían ser partido, pero para lograr las muchas otras cosas que sí querían, tuvieron que hacerse partido.