egún las encuestas a boca de urna la candidata derechista, Keiko Fujimori, ganó ayer la primera vuelta de las elecciones presidenciales peruanas, con un amplio margen sobre sus dos competidores más cercanos. Con estas proyecciones, la hija de Alberto Fujimori, quien fue presidente entre 1990 y 2000 y se encuentra preso por corrupción y violaciones graves a los derechos humanos, está más cerca de triunfar en la segunda vuelta, instancia en la cual hace cinco años fue derrotada por el mandatario saliente, Ollanta Humala.
El proceso electoral que concluirá con el balotaje del próximo domingo 5 de junio ha estado marcado por un cúmulo de irregularidades, como la inhabilitación judicial de varios candidatos, dos de los cuales sumaban un tercio de la intención de voto. Cabe recordar que los comicios están regidos por una legislación electoral aprobada de último momento por la mayoría fujimorista en el Congreso, lo cual ha provocado que los resultados se encuentren impugnados de antemano por sectores contrarios a la citada corriente.
Pero, más allá de la polémica que rodea al procedimiento electoral, la nación andina se encuentra ante una involución trágica y en grave riesgo de regresar a uno de los momentos más oscuros de su vida institucional: el fujimorato. No puede interpretarse de otra manera este triunfo de la heredera política de un régimen que hizo de la violencia de Estado y la corrupción generalizada los ejes del ejercicio gubernamental, anuló a los poderes Legislativo y Judicial –en un episodio muy parecido a un golpe de Estado operado desde la Presidencia– e impuso una versión particularmente depredadora del neoliberalismo.
En este sentido la continuidad de las redes clientelares tejidas por Alberto Fujimori y la presencia de personajes cercanos a él en la plataforma política de su hija desmienten los reiterados intentos de ésta por presentarse como ajena a las peores lacras del fujimorismo y como abanderada de un discurso renovador.
Debe reconocerse, sin embargo, que las preocupantes perspectivas de triunfo del fujimorismo regresivo no se explican sólo por el reparto de dinero a manos llenas que ha sido marca del ejercicio del poder en padre e hija, sino también por una descomposición de la vida política peruana que viene desde antes de la presidencia de Fujimori padre y se caracteriza por la pérdida de claridad ideológica y la liquidación de los partidos históricos. El hecho es que el país todavía se debate entre las mismas corrientes políticas de hace casi medio siglo, cuyo agotamiento mantiene empantanada la vida institucional. Como prueba de lo dicho, basta con observar la recurrencia de fórmulas que en el pasado reciente demostraron su inviabilidad, como el propio fujimorismo o los gobiernos de Alan García (1985-1990 y 2006-2011).
Por ello, sea cual fuere el resultado del balotaje, el actual proceso es una tragedia para la política y la sociedad peruanas. Perú no logró construir un proyecto transformador de signo progresista y soberanista como los que desafiaron al orden neoliberal en buena parte de Latinoamérica durante los primeros tres lustros del siglo, perspectiva que se vislumbra más lejana para la nación andina hoy que ese ciclo se encuentra en franco repliegue.