De los puestos callejeros de alimentos
ada mañana –y me atrevo a decir también cada noche–, debido a mi vicio por la historia que se está escribiendo cada día, se me va un soplo no sólo de vida –lo que es normal–, sino de vitalidad, que es lo que llena la vida-tiempo. Mi formación de antropóloga, precedida y reforzada por una ética implacable heredada de Eugenia y José, mis padres, me hacen ver el mundo como un conjunto donde, si los humanos somos parte integrante de la naturaleza, nuestra capacidad de interactuar puede ser absolutamente virtuosa o fatalmente destructiva. Peor que las plagas de langostas, de garrapatas o el virus del sida. Pero no por ser demasiados los humanos, sino por haber roto el equilibrio de la cadena alimenticia.
Cuando alguien alega delante de mí que el hambre es consecuencia del exceso de población en el mundo, suele ser una persona acomodada, ignorante e insensible, por eso le pregunto: ¿Cuántos hijos concebiste y a cuántos de ellos matarías para colaborar con la reducción de la población mundial?
Su estupor me salva de un insulto antes de irme, pues la indignada soy yo. Porque la violencia del hambre no es consecuencia de la demasía de individuos que estamos en la faz de la Tierra, sino de la banalización, como dijo del mal la filósofa judía alemana Hannah Arendt, quien sin duda lo diría hoy también del hambre. O de la violencia intrafamiliar, banalizada por la idea de la superioridad masculina, gestada en la mayoría de las sociedades humanas ante el miedo que el hombre tiene por el poder de la mujer de dar la vida, suponiéndola igualmente capaz de dar la muerte (vida y muerte son femeninas en muchos idiomas) que, para conjurar su miedo y vulnerabilidad, la somete usando su fuerza física o figurada. Del mismo modo, la violencia aprendida por medio de instituciones, como el Ejército o la policía, es banal, porque cada actor está inscrito en una cadena de obediencias que invisibiliza la humanidad del otro, y la violencia de las guerras es banal porque de ambos lados se convenció a los contrincantes de representar el bien, cualquiera sea su significado. La violencia del bullying aparece como el desencadenamiento de impulsos agresivos tempranos, gestados en el seno de familias descompuestas o desatentas, por estar sumidos los progenitores en su propio mundo de violencia familiar o laboral, ya sea por falta de empleo o, al contrario, por una desmedida y manifiesta ambición de poder y dinero. Todo lo que banaliza los actos de acoso de los fuertes contra los débiles.
La violencia del hambre es banal porque la vemos desde afuera, sin sentirla en estómago y salud propios, porque se manifiesta en los zaparrastrosos y apestosos que se ven tan mal en nuestras hermosas avenidas intentando limpiar los parabrisas (no sea que me vayan a robar el bolso), pero que sobre todo ensucian el aire con sus fritangas (¡y lo dicen los dueños de fábricas, cementeras y automóviles!) y estorban las salidas-entradas del Metro con sus puestos abigarrados, y descomponen el paisaje urbano con su presencia miserable… La violencia del hambre se debe esconder para verla lo menos posible. Por eso, el gobierno la quiere delimitar adonde se pueda paliar (contra votos llegado su momento) repartiendo tarjetas recargables, por un monto de poco más de mil pesos que se cambian por despensas bimensuales (constituidas en general por 18 litros de aceite, tres kilos de leche en polvo, 10 de arroz, 10 kilos de frijol, cinco de maseca, cinco kilos de harina de trigo, un kilo de avena, 1.8 kilogramos de café en polvo, ocho latas de atún y tres de sardinas, 10 de chiles en vinagre (250 gramos cada uno), 50 kilogramos de maíz transgénico en grano, alegrías o palanquetas y, eventualmente, huevo, destinadas exclusivamente a las jefas de familia domiciliadas en una comunidad rural o suburbana. Pero, ¿alcanza esto para las necesidades vitales de una familia de cuatro a cinco personas? ¿Llegan estas despensas a toda la población hambrienta y en cantidad suficiente para que no tengan que complementarlas con productos frescos y buscar otros modos de alimentarse entre la recepción de dos despensas?
La violencia del hambre está en quien la resiente, la violencia contra el hambre está en quienes no quieren verla y la acusan de sus incomodidades, incluso con infundios al culpar a tortas, quesadillas, guaraches, tacos y demás delicias rellenas de huevo, jamón, aguacate, jitomate, cebolla, frijoles, queso, quelites, guisados mexicanos, carnitas, chicharrón, salsas picosas, de la obesidad del pueblo mexicano, absolviendo a la comida chatarra al confundirla deliberadamente con nuestros antojitos tradicionales.
Los puestos callejeros de comida mexicana cumplen una función social: encadenan la necesidad de quien sale de su casa en ayuno y debe restaurarse a media mañana o en la tarde, con quienes sobreviven a base de arrastrar sus puestos, instalarlos y preparar en las más difíciles, pero eficaces condiciones sus sabrosos tentempiés. En vez de desalojarlos se deben construir espacios adecuados en los lugares de esta oferta y demanda. Sería una prueba ejemplar de lucha contra la violencia del hambre.