Opinión
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Antes de que cante el gallo
E

stoy tan disgustada conmigo misma que ni siquiera veo con suficiente claridad como para saber si debo confiarme a la página en blanco o también a ella ocultarle la causa de mi disgusto. Disgusto o decepción. O vergüenza. Todos estos sentimientos se mezclan en mi interior y me atormentan. A falta de mi diario (estoy lejos y llegué al final del anterior; en casa me espera el repuesto cuidadosa y previsoramente elegido, por más que impensadamente dejado atrás) me desahogaré.

En una reunión sucedió que un amigo de los presentes nos contó que en el verano había tratado de releer Rayuela y que, a una distancia de cuarenta y tantos años, le pareció que la novela no aguantaba una segunda lectura. ¡Me exalté! Mi deseo de protestar y defender y recomendar todas las lecturas y relecturas de este libro parte-aguas era tan fuerte que sentía que el agitado bombeo de mi corazón y las pulsaciones en mis sienes no sólo se oían, sino que podían incluso advertirse. Pero la ocasión me puso bajo control. Callé. Y cuando me aquieté pude sopesar los componentes de mi reacción (indignada, ¡herida!) y, mientras que por una parte me felicité por haber guardado la compostura, por otra me enojó quizá con exageración no haberme pronunciado.

Para mí Rayuela es y ha sido una lectura tan determinante que, infantilmente, no tolero que nadie la menosprecie. Pero no era el caso entablar una discusión. En primera, porque no soy buena para participar en discusiones, aun de temas o asuntos que domine (si es que hubiera un tema o un asunto que yo dominara); y, en segunda, porque podía entrever que mi impulso de opinar y pronunciarme obedecía a causas más profundas que las de una discusión intelectual.

Pues lo cierto fue que en aquel enceguecedor momento inicial, cuando quise brincar y honrar a Cortázar, operaba en mí también el anhelo de contar que yo había tenido la suerte inmensa de conocer personalmente a Julio Cortázar, y muy bien. Y este dato, que a cualquiera puede quizás incluso enorgullecer, para mí implicaba un conflicto que, por lo visto, a medida que pasa el tiempo y contrariamente a lo esperado, cada vez me es más difícil superar. Gradualmente me ha ido siendo más difícil hablar de mi pasado con naturalidad, porque gradualmente me ha ido pareciendo que mi pasado no fue mío sino por asociación, o no sé cómo decirlo; que yo estaba en él sin que yo estuviera en él; lo que en pocas palabras me crea un conflicto que en la ocasión que digo alcanzó proporciones desmesuradas.

Llegué a sentir que no comunicar el dato de que yo había conocido personalmente a Julio Cortázar era como negar a Julio Cortázar, traicionar algo mucho más importante que la compostura social, algo más cercano a la verdad que una mera opinión literaria sobre un libro determinado. ¡Qué incómoda llegué a sentirme, ahí, sin poder comunicar algo tan simple como que había conocido a Cortázar personalmente! ¿Por qué creer que parecería una impostura o una presunción?¿No tiene uno derecho a vivir su propia vida independientemente de las circunstancias que originan sus diferentes momentos?

Lo curioso es que he escrito y publicado sobre Julio Cortázar y su literatura en un sinnúmero de oportunidades; inclusive, he contado por escrito y publicado, cuando ha venido al caso, que lo conocí personalmente. ¿Entonces qué sucede? Que mi conflicto se agrava, pues mi primera impresión es que, si los demás no lo saben, como compruebo con frecuencia, significa que no me leen, y esto suena a queja, y encima es falso, pues cada vez compruebo con más gusto y reconocimiento que tengo lectores, que de hecho hay gente que me lee, situación que hace inadmisible toda queja. Otra cosa es que no se me lea tanto como yo quisiera, pero ¿a qué escritor le parecen suficientes sus lectores? Y hay algunos (entre los que me temo que debo contarme) que, dada su literatura, más bien tendrían que admitir su sorpresa ante la existencia de algún distraído lector que lo lea, no digamos muchos, como es el caso de algunos escritores (entre los que sé que me cuento, asombrosa, afortunada, agradecidamente).

Así, para llegar a una conclusión, tengo razón en decepcionarme de mí misma al no haber contado con naturalidad en aquella reunión entre amigos queridos, que, con o sin derecho, conocí personalmente a Julio Cortázar, y el hecho es y ha sido una riqueza interna mía excepcional y permanente.