poco de instalarse Miguel de Cervantes Saavedra en Sevilla, sucedió que un tabernero descubrió que su mujer lo engañaba con un mulato. Y atención a ese dato, porque puede ser doblemente significativo: por un lado, el de la abundancia de los mulatos y del nivel social en que vivían, pues siendo abundantes se explica más que se produjeran tales hechos; y en segundo lugar, del rigor de la Justicia, la Justicia del blanco que va a castigar no tanto el delito como la audacia del que lo había cometido. Era como un reto a la raza blanca
. El ofendido no podrá entrar aquí en componendas de ningún tipo. Y desde luego es dudoso que la suerte que corrieron el mulato y su amante la hubieran corrido otros de sangre más esclarecida (palabra que aquí puede tomarse en su doble significado). De hecho, al menos, no se conocen lances similares con tal fin, cuando el galán era un caballero.
Pues la Justicia condenó a muerte a los culpables, y los entregó al esposo agraviado para que obrase en consecuencia. Levantado el cadalso en la plaza de San Francisco, el tabernero hizo de verdugo, después de las consiguientes escenas de súplicas de religiosos, que le pedían el perdón de los culpables. Ante el pueblo agolpado para ver tal escena –y como tal hay que tomarla, es decir, como el final sangriento de una obra trágica llevada a lo vivo al gran teatro del mundo–, el tabernero-marido-verdugo apartó resuelto a los religiosos suplicantes, empuñó un cuchillo propio y se hartó de dar cuchilladas a su mujer primero y después al mulato. Tamaña barbarie se justificaba por la imperiosa necesidad social de lavar el honor familiar, un lavado que sólo podía hacerse con sangre, al gusto (!) de la época.
Cuando todo parecía concluido, el verdugo-marido-tabernero se dispuso a descender del cadalso, cuando entre la multitud surgió un grito de advertencia; ¡El mulato vivía aún, se movía! Y el tabernero entonces se revolvió otra vez contra sus víctimas, ahora espada en mano para que no cupiera duda alguna. Y cuando sus muertos bien muertos estaban, se dirigió al público, como quien tras de cumplir el rito exigido espera su aplauso. Tal el actor o torero que considera que ha hecho una excelente faena. Arroja el sombrero al respetable y exclama:
¡Cuernos fuera!
Cervantes recordaría el caso con algún cambio en Persiles y Segismunda, dándole un final distinto. El ofendido acaba perdonado y renuncia a la cruel venganza que la sociedad le permitía. Años después la corrupción de las costumbres tiene en Quevedo un fortísimo hostigador, que en definitiva no hace aquí sino seguir la línea marcada ya en El Buscón. ¿En qué medida era esto una realidad social, o una exageración de los moralistas? Más probable es que fuera muy frecuentemente la infidelidad en el matrimonio, que la sociedad toleraba ¿y tolera? –y hasta celebraba– cuando la cometía el hombre, y castigaba duramente cuando la cometía la mujer; y ello en buena medida obra del absurdo comportamiento de aquella sociedad, gobernada por los hombres, ¿y la actual?
Hay en la civilización occidental un trasunto antifeminista, que se marca en su código con la leyenda de la actuación de Eva en el Paraíso. La alusión tan frecuente que los hombres se pierden por culpa de las mujeres (esa primera mujer fatal, según la versión de los sagrados Libros y que todavía se encuentra un eco en la opinión popular). No es fácil, dice, dejar la belleza cambiante –Fugacidad del Instante (ver Fernández, A., La sociedad española en el Siglo de Oro, Madrid, 1983.)