Viernes 13 de mayo de 2016, p. 5
En cierta ocasión, en 1989, escribí un verso que ahora parece alcanzarme aquí en el Museo del Prado de Madrid: ¿Cuándo se desprenden los cuadros/ de su pintor? ¿Cuándo se torna esa misma materia/ en otro pensamiento?
Ayer llegamos de Lisboa y nos recogió José Luis López Linares, que dirigirá el documental sobre El Jardín de la Delicias. Nos acompaña al hotel y nos presenta a Cristina Alovisetti, del Museo del Prado, que es la directora del proyecto. Al día siguiente es ella la que me cuela en el museo y poco después me encuentro frente al Jardín de las Delicias. La pregunta que en su día formulé en mi poema cobra actualidad. Hay un montón de gente agolpada frente al tríptico. ¿Qué tendrán que ver los pensamientos de esa gente con la realidad del pintor de s’Hertogenbosch que nunca supo de la existencia de Freud, que nunca vio una pintura surrealista y que no comprendería de ninguna manera los comentarios de los especialistas que estudian su obra? El Bosco ha desaparecido. El cuadro se ha despedido de él, él ya no puede alcanzarlo como tampoco podría alcanzarlo a él ninguna de las personas que están frente al cuadro. Medio milenio lo separa ahora de su obra. Intento imaginarme lo que pensaría si pudiera estar aquí ahora, pero no lo consigo. Me doy cuenta de que estoy buscando la cabeza de Adán en el panel izquierdo, entre las cabezas que tengo enfrente, aunque solo sea por volver a ver la turbación con que observa a Eva. Pero miro a los ojos de Cristo, el único que me mira a mí, él y el melancólico hombre-árbol que en el panel derecho vuelve la vista hacia la cáscara de huevo rota de su cuerpo en la que habitan criaturas que no puede ver, como tampoco puede ver la escena que se desarrolla encima de una plataforma redonda y plana que descansa sobre su cabeza y que tantas fatigas ha causado a muchos.
Esa misma noche volveré a ver el tríptico de nuevo, pero esta vez sin gente. José Luis ha pensado hacer unas primeras tomas fuera, en el jardín de un restaurante. Acaba de llegar también mi amigo Nils Büttner, autor de un libro sobre el Bosco que es extremadamente instructivo y del que he aprendido mucho. Estamos sentados bajo los árboles del otoño madrileño. En un primer momento no me doy cuenta de que me están filmando. Me piden que intente explicar lo que quise decir al principio de este texto, cuando me refería a que un mismo objeto material se transforma en el tiempo con cada nueva mirada, la mirada anterior al Renacimiento y a la Revolución francesa, anterior al fascismo, al nazismo y a numerosas guerras, la mirada de una Iglesia desaparecida, la mirada de los que jamás leyeron la Biblia, la mirada anterior al filósofo que declaró la muerte de Dios, unas miradas que hace ya tiempo se despidieron del mundo en que vivió el hombre que pintó El Jardín de las Delicias. Pero ahora que he vuelto a ver el tríptico no encuentro palabras. Procuro no fijarme excesivamente en los dos hombres con el semblante serio que están grabando la imagen y el sonido, pero justo en el instante en que creo ser capaz de formular con más claridad mis ideas, estalla una sonora carcajada en la mesa contigua, con lo que la grabación queda interrumpida. Se les ruega a esos señores que se sienten un poco más lejos en el jardín, con su botella, y ellos acceden. Pero entretanto me ha abandonado la inspiración y decidimos que el Prado nocturno será un mejor escenario.
El poeta, novelista, ensayista, traductor e hispanista neerlandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933) publica nuevo libro en el sello Siruela: El bosco: un oscuro presentimiento, cuyas imágenes proceden de obras de ese pintor, que el autor y trotamundos ha visto en sus viajes. Con autorización de la editorial, ofrecemos este adelanto a los lectores de La Jornada