n nuevo escándalo acaba de estallar en Francia. Podría no ser sino una peripecia más como se producen a diario, de ésas que se olvidan tan rápido como nacen, pero esta vez el escándalo ha hecho tal ruido que aún sacude a toda la clase política y a la sociedad en su conjunto.
Los hechos son los siguientes: ocho mujeres acusaron públicamente de acoso sexual a un personaje bastante conocido del mundo político y quien hasta entonces no había sido objeto de una acusación tan grave. Denis Baupin, 54 años, líder del partido ecologista, adjunto a la alcaldía de París, diputado, vicepresidente de la Asamblea Nacional, era el hombre acusado. En cuanto la información se hizo pública, Baupin rechazó de inmediato los hechos y negó todo. Era, según él, una abominable calumnia, un complot con miras a destruir su reputación y su carrera política, así se reservó el derecho de levantar una queja contra los periodistas que divulgaron los testimonios de quienes se pretendían víctimas de acoso sexual. Nada más que ocho testimonios, de las cuales cuatro de las agredidas dieron su identidad, son demasiado, y es difícil hacerlos pasar por una simple maquinación. Las amenazas del responsable político no hicieron sino reforzar la determinación de las acusadoras. Precisaron los hechos. Una de ellas fue asediada físicamente en un corredor, donde la acorraló contra el muro y la besó por la fuerza de manera violenta. Otra dijo haber recibido durante meses correos electrónicos provocadores y obscenos, escritos en los términos más groseros, como se escuchan en los filmes pornográficos.
Como era de esperarse, toda la prensa se ocupó del asunto, el cual se convirtió en “l’affaire Baupin”. Muy pronto, la opinión pública tomó mayoritariamente partido contra el presunto culpable de hechos delictuosos de manera incontestable. Lo que más escandalizaba era que Baupin fuera uno de los jefes del partido EELV, Europa Ecología Los Verdes, conocido por sus posiciones feministas radicales y su propia mujer era de alguna manera la presidenta de este instituto político, pues era la secretaria general del Partido Verde. Era el colmo del escándalo: la cólera se desbordó. Antes de que el proceso tuviese lugar y ninguna sentencia fuera aún decidida, la opinión pública había juzgado: el militante político ecologista Baupin fue declarado culpable. Éste renunció a su función de vicepresidente de la Asamblea Nacional, pero conservó su cargo de diputado. Para conservar su salario, dijeron sus detractores.
A partir de estos hechos, un vasto movimiento se desarrolló para poner fin a la omertá, ese pesado silencio, voluntario o impuesto, el cual sella con una capa de plomo los innumerables abusos sexuales. Algunas estadísticas revelaron que tales actos se producen cada seis minutos. Y que se levanta apenas una queja ante los tribunales por una centena de abusos. Esas asombrosas cifras tienen una explicación: la omertá beneficia en primer lugar a los hombres de poder, a los poderosos tanto del mundo político como de la sociedad en general, empresas, comercios, instituciones, familias.
Toda posición de poder ofrece la posibilidad de abusar de la situación dominante. Responsables de asociaciones de defensa de los derechos explicaron cómo es difícil, para muchas mujeres, levantar una queja en caso de acoso sexual, e incluso de violación. Las denunciantes corren el riesgo de todo tipo de problemas: chantaje, acusaciones, pérdida del empleo… Se puede ser víctima de un abuso y temer denunciarlo. La cosa no es evidente ni fácil. La víctima puede caer en una trampa. Por ello, muchas prefieren guardar silencio.
Las polémicas florecen, apoderadas del tema. Algunos temen que Francia no se extravíe en un camino ajeno y se convierta en un país tan tristemente puritano como Estados Unidos. Pero, ¿qué queda de la galantería francesa en la escabrosa conducta de este patán? ¿Ha desaparecido como se desvanecen las mejores costumbres al irrumpir la barbarie que se cree moderna
?