a gobernabilidad puede entenderse como un estado de equilibrio entre el nivel de las demandas sociales y la capacidad del Estado para responderlas. Alcanzar este equilibrio representa un problema que se hace palpable en las sociedades contemporáneas a través de las manifestaciones masivas de inconformidad con respecto a la representatividad, al desempeño de los gobiernos y de otras instituciones como los partidos.
Sectores partidarios del predominio de las pautas del mercado como reguladoras de las relaciones sociales han aducido que con el incremento del carácter democrático de los sistemas políticos y el compromiso igualitario de los estados, se generan factores de ingobernabilidad.
Su conclusión ha descansado en las siguientes premisas: 1) en democracia, los modelos de autoridad son cuestionados y la confianza hacia ellos se reduce, 2) la satisfacción de demandas sociales aumenta sus expectativas, generándose más demandas que terminan sobrecargando el Estado; 3) la pluralidad democrática hace más costosa la agregación y articulación de intereses. La contención de la democracia se propuso desde entonces como fórmula de gobernabilidad. La apatía política se convertiría, bajo esta lógica, en un mecanismo para el sostenimiento de la democracia. (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975).
Descrito así el panorama cabe preguntarse por los riesgos implícitos en las políticas que, yendo en dirección contraria, promueven la ampliación del bienestar y la participación social. ¿Podrían desembocar en el desbordamiento de las capacidades del Estado y la consecuente frustración social frente a la democracia?
En primer lugar, es cierto que las sociedades se han vuelto más críticas a la autoridad. Las estructuras cerradas y excluyentes que desde las cúpulas gubernamentales pretenden definir la direccionalidad de la política son cuestionadas, a veces de manera espasmódica, pero siempre inequívoca en cuanto que expresan deseos ciudadanos de participar y de ser tomados en cuenta en decisiones que les afectan.
En segundo lugar, la idea de que las expectativas de la población crecerán sin control cuando éste asume políticas comprometidas con el bienestar, la igualdad o la participación; también es cuestionable.
Hay desde luego el propio autocontrol de los demandantes sean ciudadanos individuales y sobre todo organizaciones. Pero que no excedan la capacidad de respuesta del Estado depende a) de los propios instrumentos con que cuente el Estado, y b) de la transparencia y veracidad con la cual los representantes gubernamentales atienden las demandas ciudadanas.
La pluralidad por lo demás no es algo que haya surgido con la democracia; su reconocimiento sí. Éste ha sido producto de largas luchas contra la exclusión y la discriminación.
La profunda transformación en las conciencias en esta dirección será difícilmente reversible, habrá que aprender a crear mecanismos más eficaces de agregación y articulación de intereses que nos permitan encontrar horizontes en común.
Pero es cierto que un Estado debilitado requiere un largo y complejo proceso de reconstrucción. En las élites se regodean con la idea de lo que Gramsci llamaba una revolución pasiva. Pero en las sociedades proliferan junto a manchas de intolerancia y delincuencia, nodos de activismo cívico. Faltan espacios vinculantes más permanentes, pero ahí está la energía. En esos ámbitos se libra la reconstrucción de un Estado democrático de la sociedad.
Mis reflexiones anteriores están insertas en un conjunto de expresiones sociales o políticas contemporáneas que demandan ser revisadas con minuciosidad. Sea la campaña de Bernie Sanders en Estados Unidos, Corbyn en el laborismo del Reino Unido, Podemos en España, el Nuit Debout de París, el impeachment de Dilma en Brasil o la crisis venezolana; son síndromes de problemas mayores, no sólo de las izquierdas, sino también y sobre todo de la democracia.
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