ontra el malestar no funciona la buena onda, sino el bienestar. Y no sólo el que cada uno pueda conseguir en el mercado o la política, sino el que el conjunto social pueda proveer a partir de una voluntad organizada y articulada por unas garantías establecidas y emanadas de la Constitución. Es así y no de otra forma, como la constitución adquiere mayúsculas.
En medio del extravío global que irrumpiera con la Gran Recesión de 2008-09, quedamos perdidos en nuestra propia transición que tanto en la economía como en el orden público del Estado se mostró esquiva y veleidosa. La provisionalidad puede ser tentadora, pero termina por agotar a quien la vive como cotidianidad. De aquí la actualidad histórica del Estado, siempre en vías de actualización y reforma.
El gran colapso que vivieron las sociedades capitalistas avanzadas en los años 30 del siglo XX desembocó en la Segunda Guerra Mundial, y el orbe se asomó a las profundidades del abismo de la autodestrucción. Y a partir de ahí se implantó como consigna universal que aquello
no volviera a ocurrir.
Esas amargas lecciones dieron lugar a un gran compromiso histórico que definió hasta el presente el perfil fundamental del capitalismo de la segunda posguerra. Resumido en el vocablo Estado de Bienestar
, dicho compromiso potenció el capitalismo democrático y le sirvió de ariete en la batalla cultural e ideológica de la guerra fría.
A pesar de las alharacas y la histeria desatadas por la crisis actual, esta plataforma política e institucional probó su eficacia histórica. Dejado a su libre transcurrir a través del mercado, la competencia y la acumulación y concentración de ganancias y riqueza, el capitalismo no puede sobrevivir, y el referido abismo de la autodestrucción reaparece como horizonte cercano.
No debería haber mayor discusión sobre esto, sin menoscabo de las muchas cuestiones específicas que la propia evolución de la sociedad y su demografía han planteado al esquema original del Estado protector de la cuna a la tumba
.
De manera patética, por prepotente e ignorante, en nuestro país se hizo circular la especie de que la crisis era muestra eficiente de que ese Estado tenía que ser encogido a su mínima expresión como condición ineludible para una recuperación económica. En realidad, lo que estos casi 10 años de letargo han mostrado es que sin un Estado ampliado, volcado a crear y hacer efectivas las garantías de los derechos fundamentales, desde luego los económicos y sociales, el sistema político se volverá cada día más inestable y la economía más aferrada a sus tendencias al estancamiento.
Al final de cuentas, es eso lo que se dirime con fiereza en Estados Unidos y Europa, y es sobre eso que deberíamos reflexionar aquí sin pausa y con algo de prisa, porque el retraso en que hemos incurrido en materia de derechos sociales ha dejado ya su corrosiva huella en la comunicación y la cohesión sociales. Las fintas y bravatas; las marchas
sobre el Estado a que convocan Trump o Le Pen y a las que se unen libertarios de todo tipo y nivel de analfabetismo, son escaramuzas que anuncian litigios de fondo en torno a esta decisiva cuestión del orden estatal existente.
Las actuales batallas en el desierto
por la educación tendrían que ser remplazadas por una abierta y franca discusión sobre el sentido mismo del esquema educativo privante; sobre sus resultados estrepitosos; sobre el régimen laboral a que dio lugar la conversión del sindicato en fuente interminable de poder y privilegio, extendidos a amplias capas del mundo educativo nacional. Ahí está nuestra tragedia educativa, y es de eso que queremos oír hablar a los aguerridos profes opositores y a los cómodos sucesores de Elba Esther. Ojalá pronto se unieran a este coro los habitantes de la SEP cuya voz, por firme que se imposte, todavía no ofrece contenido, ni adjetivos ni objetivos.
Además, resulta ya indispensable que la agenda universalizadora para la salud y la seguridad social vuelva al centro, para dar lugar a iniciativas prontas de fortalecimiento institucional que, a su vez, le den fuerza a un nuevo centro del Estado que tendrá que ser el de sus compromisos con la protección y vigencia de los derechos fundamentales. Sería así que entonces podríamos presumir de nuevo de haber empezado a acercarnos a un efectivo y respetado Estado democrático y constitucional, un Estado de los derechos
(pace, querido y extrañado Arnaldo) capaz de encarar y encauzar las fuerzas centrífugas que hoy nos abruman.
Si se quiere, al mal humor hay que ponerle buena cara. Pero al malestar que subyace a esta devastadora simulación democrática y propulsa el agresivo desmantelamiento del orden y la seguridad públicos que hoy nos abrasa, sólo se le podrá expulsar del panorama con un Estado de Bienestar cuya construcción debe empezar ya, aquí y ahora, con lo poco y lo desvencijado con que contamos y todavía no hemos echado a perder.
Lo demás son simulacros que ya a nadie engañan, ni divierten.