uiero ser rubio!, exclamó el pequeño niño a su abuelo Adolfo, un hombre de negocios muy trabajador y brillante, señalado como excéntrico y bohemio en la comarca minera de Coahuila. Ofo, como le decía, derramó polvo de oro en su cabeza y le dijo: –De aquí en adelante serás rubio y todo lo que quieras. El abuelo, que tenía mucha sensibilidad y le gustaba viajar, nunca se opuso a la vocación del nieto y hasta pudiera ser, en algún sentido, que eso le ayudó a hacer volar la imaginación de artista que ahora tiene. Una vez, de hecho, cuando tenía seis años de edad, después de un viaje a Londres, le trajo un uniforme de guardia del Palacio de Buckingham; en otra oportunidad un traje de marinero y en otra…
Por esos años, el niño, delicado y bien vestido, entró a una galería. Caminó por las salas y de pronto se detuvo, absorto, largo rato delante de un cuadro de Gunther Gerzso. Poco después se abrió la puerta y el chofer uniformado se le acercó para indicarle que ya era hora de partir. Durante varios meses se repitió la misma rutina. Un inmenso automóvil se detenía ante la galería, el niño bajaba, entraba sin saludar a nadie ni preguntar ni comentar nada, sólo veía largamente uno o dos cuadros hasta el momento en el que el chofer entraba a recordarle que era hora de marcharse. Un día desapareció. Una década después, el niño regresó con 21 años de edad y un cuadro bajo el brazo. Pretendía mostrárselo al galerista, Guillermo Sepúlveda.
–Estoy por terminar mis estudios de arquitectura, aunque mi mayor interés es la pintura –le dijo al art dealer.
Guillermo Sepúlveda advirtió la originalidad de su trabajo y en 1980 organizó en su galería, Arte Actual Mexicano, la primera exposición individual de Julio Galán, que con el tiempo se consagraría como uno de los artistas mexicanos jóvenes más internacionales.
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Durante cinco meses busqué a Julio para sostener este encuentro. La tristeza me lo impedía
, se disculpó. Los constantes viajes a su tierra natal como al extranjero, son otro motivo para posponer citas o cancelarlas. En abril de 1998, por ejemplo, viajó a París para asistir a la apertura de una exposición suya en la galería Thaddaeus Ropac. En la capital de Francia permaneció unos meses, incluso de ahí se trasladó a la galería Timothy Taylor de Londres, que inauguró una exposición más en septiembre. Luego, antes de fin de año, visitó Roma para abrir otra exhibición. Regresó a casa para las fiestas decembrinas; quería acompañar a su madre en lo que fueron sus últimos meses de vida; la señora murió en abril de 1999.
Pero la residencia oficial de Julio es Monterrey. Vive en un agradable apartamento, en un edificio de seis pisos ubicado en la zona de Chipinque de la Sierra Madre Oriental, con ventanales donde puede contemplarse una de las más bellas estampas del área metropolitana de la ciudad. El apartamento es un poco oscuro por las tonalidades de la mayoría de las alfombras, sofás y tapices pero no está mal iluminado; además tiene tres grandes espejos Napoleón III y está dotadísimo de infinidad de objetos y fetiches como muñecos, ositos de peluche y un enorme perro pastor alemán disecado. De su modular, al fondo del espacio dentro de un armario, surge una cadenciosa música electrónica. Al centro hay una mesa con un montón de libros, catálogos de arte y revistas de moda y sociedad como Hola! Su estudio está en el apartamento de arriba y se accede por una escalera en caracol. Cuando llegué a la entrevista, Julio estaba sentado casi en medio de la sala; un acupuntor con bata blanca y anteojos le clavaba agujas en las orejas.
–En un momento estoy contigo –me dijo invitando a sentarme frente a él, en un cómodo sofá con estupendas almohadillas.
Julio ha dejado de estar delgado. Sus mejillas y la papada han crecido igual que la barriga. Nació en 1959, pero me pide que diga que tiene casi 38 años de edad. Ya no tiene el cabello largo ni rizado. Lleva puesto un elegante traje negro, sandalias Hermes, y tiene unas sombras negras, que llegan hasta las sienes, en sus grandes y melancólicos ojos que los hacen más profundos y sombríos. Sus pestañas las tiene pintadas de plateado, igual las uñas de las manos. Lleva además tres anillos en la mano derecha. No ha perdido sin duda el porte aristocrático. Se niega a dejar de ser una representación de sí mismo, un performance eterno. Julio procura que así sea. Siempre pondrá énfasis en lo que visten sus personajes y en lo que él mismo utiliza. Galán hace en la moda lo que con sus collages: mezcla lo mejor de su repertorio, en este caso de Armani, Yamamoto, Gaultier, Colonna, Des Garçon y Margiela.
A lo largo de una serie de entrevistas conmigo durante los últimos ocho años, Julio ha aparecido disfrazado, pero creo que nunca ha actuado: siempre ha sido él mismo, es decir, el que no todos conocemos. En sus cuadros está una imagen de él que no necesariamente es su reflejo verdadero. Más que nunca lo advierto dispuesto, incluso menos personaje, sin simulaciones, más reflexivo sobre el dolor y la tristeza que jamás le abandonan, agudizados por la muerte de su madre. Estamos bebiendo whisky con agua mineral en vasos lalique y él fuma cigarrillos Marlboro light.
Su chofer y Caty, la señora que le ayuda en casa, acaban de llegar después de visitar varios establecimientos comerciales en busca de Gatopardo. El número cinco de esa genial revista, correspondiente al mes de agosto, publicó un reportaje fotográfico de los 16 mejores artistas jóvenes de América Latina. Julio está representado con una fotografía a color de Enrique Badulescu desplegada a dos páginas; aparece delante de un retrato de su abuela con los brazos abiertos, el pelo largo suelto y el rostro pintado con sombras negras. En el breve texto, casi pie de foto que visualiza a Julio como una tormenta, se informa que el valor de sus obras es de 50 mil a 70 mil dólares y que en subastas han alcanzado hasta los 150 mil billetes verdes.
–No, eso es mucho –aclara Julio.
* Fragmento del perfil realizado por el periodista regio José Garza, publicado en su libro Entrevistas a dioses y demonios: perfiles y conversaciones con personajes de la literatura y el arte, Ediciones Castillo, 2002