raíz de las críticas recibidas por Peña Nieto desde ámbitos políticos y periodísticos habitualmente progubernamentales por la desafortunada invitación al polémico candidato republicano Donald Trump y a la luz del mal desempeño de la economía mexicana en años recientes, sin mencionar los fracasos de la reformas energética y educativa, se ha especulado y fantaseado sobre la caída de un presidente cuyos niveles de aceptación y credibilidad han bajado prematuramente respecto de la ritual rítmica sexenal.
Sin embargo, sabemos cuáles son los usos y costumbre de la casta gobernante y que entre caída y decadencia hay un abismo de gobernabilidad en juego. Tanto que el propio AMLO, como ya lo ha hecho en otras ocasiones, no desaprovechó la oportunidad para mostrar su rostro institucionalista apuntalando verbalmente a la Presidencia y apostando a una transición pacífica y respetuosa de las reglas hacia 2018.
Gobernar la decadencia de Peña Nieto ha sido y será el dolor de cabeza de las clases dominantes mexicanas: de la casta política y lo intereses fácticos que vertebran el poder en México. En el régimen de los recambios sexenales es sabido que el presidente en turno es un fusible que se sacrifica en el altar de la simulación del cambio. El problema ahora es que el fusible sexenal se les quemó demasiado rápido.
La situación crítica de la economía nacional, el conflicto magisterial, la persistencia y recrudecimiento de la violencia y la corrupción endémicas (que el mismo mandatario ha ejemplificado con la Casa Blanca y más recientemente con la revelación de que plagió gran parte de su tesis de licenciatura) son algunos de los temas más álgidos que preocupan tanto a las clases subalternas como a las dominantes. Lejos de la mítica pax priísta, el ritmo del sexenio ha sido marcado por los conflictos sociales de Ayotzinapa en adelante. A dos años de su conclusión, a uno del inicio del año electoral que suele sobrecalentar el sistema, el país no sólo aparece mal gobernado sino desgobernado. Los niveles de hegemonía de las clases dominantes están en su nivel mínimo. No es hegemonía política en el sentido estricto, ya que el consenso no se genera desde la cúspide del orden político-institucional, por la capacidad e iniciativa política del Ejecutivo, sino mera hegemonía cultural que se mantiene a nivel difuso en el trasfondo conservador construido en el largo plazo por la penetración y sedimentación societal de valores neoliberales.
En este escenario de relativa fragilidad del sistema presidencialista y partidocrático, es importante no subestimar la capacidad de los de arriba de atar los cabos sueltos antes de que el cortocircuito se generalice y no sea suficiente quemar el fusible EPN. Las clases dominantes han pasado por peores situaciones de sobrecalentamiento en las que ha quedado demostrada la capacidad de reproducción y recomposición del sistema. Al mismo tiempo, la coyuntura es crítica y la tensión intraoligárquica es tan fuerte que no logra silenciarse. Sin embargo, la política es correlación de fuerzas y al aparente debilitamiento de la capacidad de gobierno y control político del bloque en el poder tendría que corresponder la emergencia y el fortalecimiento de un bloque alternativo antisistémico. Porque la lucha de clases se da – grosso modo– entre dos bloques o campos y en México uno de ellos ha demostrado que sabe hacerla: tiene conciencia de sus intereses, sabe articularse, resolver dificultades y conflictos internos, colocar fusibles y preservar el sistema. En el otro lado, lamentablemente no siempre se sabe provocar o aprovechar cortocircuitos, ni mantener niveles de cohesión orgánica e ideal.
Con todo, en medio de chispazos y apagones, no se puede descartar que, desde afuera del circuito, en el horizonte del fin de sexenio, como en tiempos no muy lejanos, se aproxime una tormenta eléctrica.