oronto. De lo que fue el llamado Nuevo Cine Alemán de los años 70, Werner Herzog ha sido el realizador que más se ha mantenido activo y vigente. Dos de sus películas más recientes se exhibieron en el festival para confirmarlo, aunque no se trata de sus mejores logros. (Por ahí también anda Wim Wenders dando lástima con otro bodrio suyo titulado Les beaux jours d’Aranjuez).
Es sabido que, con la excepción del delirante Enemigo interno (2009), las ficciones recientes de Herzog no se comparan con las de su primera época. Salt and Fire (Sal y fuego) se exhibió ayer en una única función de prensa y para la industria y, desde los primeros minutos, el fuerte hedor a churro hizo que los espectadores abandonaran la sala en grupos.
La película abre con el aparente secuestro de tres delegados de la ONU: la alemana Laura (Barbara Ferres), el italiano Fabio (Gael García Bernal) y el también alemán Meyer (Volker Michalowski), quienes acuden a un lugar en Sudamérica (Bolivia, en realidad) para investigar un desastre ecológico. Los diálogos son tiesos y explicativos, las actuaciones son malas de no creerse. Después de padecer la madre de todas las diarreas
, el italiano y el alemán desaparecen del cuadro. Sólo queda Laura para enfrentar a Riley (Michael Shannon), magnate autor del secuestro, quien la lleva a una enorme salina, en lo que se supone antes era un lago.
En ese momento, Salt and Fire da un giro de 180 grados y se vuelve otra película. Laura es abandonada en el desierto con dos niños indígenas casi ciegos, con suficientes pertrechos para sobrevivir varios días. Para ella, la convivencia con los niños en un paisaje casi extraterrestre, cobijados sólo por las incontables estrellas, se vuelve una experiencia mística.
Riley reaparece para explicar el abandono y aceptar su culpa en el crimen ecológico de la zona, mientras Herzog se sale con la suya en una de sus realizaciones más excéntricas. Cofinanciado por la compañía mexicana Canana, Salt and Fire es de esos productos inclasificables que sólo encuentran su lugar en un festival de cine.
Más en forma es el documental Into the Volcano (Dentro del volcán), producido por Netflix. En él, Herzog reafirma su obsesión por filmar los cráteres de los volcanes, que se había manifestado antes en el memorable mediometraje La Soufrière (1977) y en Encuentros en el fin del mundo (2007), ambos citados en el nuevo documental. Acompañado por el vulcanólogo Clive Oppenheimer, el cineasta recorre el mundo –el archipiélago Vanuatu, Indonesia, Etiopía, Islandia y Corea del Norte– para documentar los diferentes volcanes que han causado devastación en otros tiempos, y el culto humano del que son objeto.
Las escenas más sobrecogedoras ocurren cuando Herzog capta el momento justo de una erupción, con todo su estruendo y sus oscuras fumarolas. Pero su atención se desvía a otros temas no tan fascinantes, como el hallazgo de huesos humanos fosilizados en Etiopía o, en su parte más colgada, la temible realidad socialista de Corea del Norte y la adoración forzada de sus líderes (cuyo poder proviene del Monte Pektu, según la mitología).
Sin embargo, Into the Volcano palidece al lado de La Soufrière que, en escasa media hora, lograba dar una melancólica sensación de fin del mundo, al explorar la isla de Guadalupe cuando fue evacuada en precaución de la inminente erupción de un volcán. Al final de ese trabajo, un joven Herzog se lamentaba de no haber podido presenciar la destrucción de la isla. Ahora, más prudente, se clasifica como un realizador cuerdo que no corre riesgos innecesarios.
Twitter: @walyder