Sábado 1º de octubre de 2016, p. a16
Al igual que los Rolling Stones, su compatriota Roger Waters está en el mejor momento musical de su carrera, larga, intensa, que ya ha ganado su paso a la historia en ambos casos pero que no dejan de ofrecer sorpresas.
Rebasan todos ellos la frontera de la excelencia y acarician las zonas erógenas de la perfección.
Me refiero a los conciertos de marzo de Sus Desplanchadas Majestades en el Foro Sol y al primero de los tres que ofrece ahora Roger Waters en el mismo coso y este sábado primero de octubre en el Zócalo.
Por cierto, el estreno en México del filme Havana Moon, con el concierto con el que Sus Chingoncísimas Majestades culminaron su gira latinoamericana, documenta ese ingreso a la zona de lo perfecto: en cuanto suena You can’t always get what you want, un coro femenino cubano trae las novelas de Alejo Carpentier a escena (lo real maravilloso: la gran cultura musical europea, en el Caribe), un corno francés suena y trae la Era de las Luces, Richards y Wood se convierten en valquirias muy esbeltas, Charlie Watts parece meditar en posición de flor de loto en lugar de estar tocando la bataca y Mick Jagger se deleita en dirigir, hiératico y felino, este ritual de iniciación y encantamiento.
Iniciación y encantamiento. En eso consistió, también, el concierto del miércoles por la noche de maese Roger Waters.
Que ya lo vimos cuatro veces antes, que no varía su repertorio, que a Chuchita le bolsearon el track listing. Naaaa, a un músico que ya pasó a la historia se le respeta. Y se acude a escucharlo en toooodos los conciertos que nos ofrezca en vivo.
Por lo pronto hablemos del primero de estos tres: sonido 360 grados, de la invención de Roger Waters (bocinas rodéandonos sin piedad, cada una de ellas sonando de sorpresa en sorpresa) procura la sustancia de la epifanía: la materia acúsmatica, que nos envuelve, nos acaricia, nos convulsiona, nos arrebata del plano de lo terrenal para transportanos a lo eterno, lo inefable, lo que expresa esa chispa infinitesimal de divinidad que todos poseemos; el arte del cine, en tanto, se despliega en una pantalla kilométrica, preñada de imágenes que completan los sonidos sicotrópicos (Pink Floyd inventó esa droga benigna: el sonido Floyd, alucinógeno de letal necesidad); de la banda acuática (de Waters, jeje) pareciera una obviedad decir que no nos hacen extrañar a David Gilmour, Richard Wright ni a Nick Mason, pero hay un par de detalles sorprendentes que dejaremos para el siguiente párrafo, porque son bien feos los párrafos largos y este ya se afeó, digo ya se alargó demasiado, jeje.
En Disqueros anteriores ya presentamos los argumentos para la evidencia a): los Stones ya lograron lo que buscaron durante medio siglo: el sonido ideal, poder decir, como lo hizo al término del concierto en La Habana Keith Richards: tocamos como nunca lo habíamos hecho en la vida
.
Evidencia b): Roger Waters también ya encontró el Vellocino Dorado, el Grial, el non plus ultra: el material de todos conocido sonó el miércoles como si fuera la primera vez para todos.
Sonidos vírgenes, atmósferas frescas. Paisajes sonoros nunca vistos/escuchados.
¿A qué herramientas técnicas recurre?
La más importante de todas ellas: el fraseo.
Su manera de agrupar las frases melódicas, los compases, los pasajes armónicos, los intersticios, puenteos y momentos de transición sónica es digna de un maestro en pleno dominio de su oficio.
Es así que si pregunta: “Mo-ther, do you think they’d like the song?” realmente está balbuceando el desamparo, el muy freudiano Malestar en la Cultura, la desazón de la cultura europea de las posguerras, el nacimiento de nuevas formas expresivas.
¿Qué otros conejos, mascadas, lienzos y alucines extrajo de su chistera en esta ocasión el mago?
Trajo a dos cantantes esbeltas, con peluca rubia y voces de ángeles. Voces desnudas, temblorosas, ateridas, que producen un sonido que Pascal Quignard acertadamente denomina El sexo y el espanto
y es gracias a esas virtudes técnicas que, por ejemplo, esa obra maestra titulada The Great Gig in the Sky suena a soul, a cantinela antigua, a soplo de hada.
¿Qué otro truco convirtió en prodigio?
Puso en formación antibélica las dos guitarras cual valquirias, también esbeltas, a gemir, a gritar, a sollozar, a soltar alaridos de, otra vez, ángeles. Los gritos hermosos de los mismísimos ángeles no pueden ser sino eso: hermosos. Y de esa forma sonaron las guitarras. Y a la manera de Butés (otra vez Pascal), Roger Waters se colocó en la parte más alta de la nave y la dirigió, enterita, hacia los brazos de las sirenas que esperaban en la orilla.
¿Qué más? ¿Qué más?
El bataquista. Pasumecha. Qué bataca.
Sabido es que las transiciones sónicas (ese otro invento genial de Roger Waters) se fundamentan en tapetes de sonido sicodélico, teclados electrónicos como burbujitas saltarinas de colores, pero esencialmente en el tundir de la bataca y el rugir del bajo, que activa Roger Waters, da la casualidad.
Con lo cual queda científicamente demostrado que es físicamente posible que 60 mil mortales dejemos de serlo durante tres horas, lo que duró el concierto, para convertirnos en magos, hadas, brujas, duendes, gnomos, elfos. Y flotar en el aire.
Y merced a la música de ángeles que sonó la noche del miércoles después de la tormenta, el título de David Gilmour: The Delicate Sound of Thunder, quedó elevado a la enésima potencia así: The Delicate Sound of the Flash Lightning.
El delicado sonido del relámpago.
Eso fuimos, eso somos, eso seremos cada vez que escuchemos tocar, cada día mejor, como acostumbra, a Su Magnánima Eminencia, don Rogelio Aguas. Digo, don Roger Waters.
El delicado sonido del relámpago.