ntonces la democracia no tiene sentido: es como un muro sin puertas, como un sepulcro tapiado. Los alzados en armas no pueden transitar hacia la participación política pacífica, la guerra es la única forma de interlocución y para los bandos no hay más destino que la rendición incondicional o la muerte.
Eso dijeron en las urnas, el domingo pasado, los seis millones y medio de ciudadanos colombianos que rechazaron cuatro años de negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la dirigencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Eso dijeron, en primer lugar, Álvaro Uribe Vélez y su caterva de mercenarios, paramilitares y logreros de la violencia; y eso dijeron las cúpulas oligárquicas aterradas ante la posibilidad de perder unas tierras que acaparan, pero que no utilizan, y también las asustadizas clases medias urbanas que compraron el discurso de odio, terror y venganza.
Pero eso dijeron también los que tenían el corazón del lado de la paz, pero que por alguna razón no acudieron a las urnas, acaso confiados en que el sí tenía el triunfo garantizado, como lo sugerían las encuestas. Tal vez querían decir otra cosa, o bien no decir nada, pero al abstenerse permitieron que 20 por ciento de la ciudadanía impusiera al resto la negación de una salida al conflicto armado más viejo de América. Votaron, a la pasiva, por la guerra.
Y eso mismo dijeron, con dolor legítimo, muchas víctimas directas e indirectas de una guerra que, como cualquier otra, deja un saldo de atrocidades, atropellos y abusos injusticiables, y se negaron a sí mismas la oportunidad de dejar que sus muertos descansen en paz. Tal vez no puedan entender que la reparación y el castigo son posibles, pero no absolutos; que si se aspira a la justicia perfecta, como dijo el propio Santos, hay que renunciar a la construcción de la paz, y que ni así se consigue: ni en el marco de una derrota tan redonda e incuestionable como la que sufrieron los nazis en la Segunda Guerra Mundial. En todo caso, el dolor y el rencor resultaron el caldo de cultivo óptimo para la agitación uribista, que no tiene como propósito la justicia, sino seguir haciendo negocios turbios y ganar elecciones con el espantajo de una supuesta impunidad que no aparece por ningún lado en la propuesta de justicia transicional construida por las partes en La Habana.
Esos acuerdos versan, desde luego, sobre muchas cosas más que la desmovilización, la entrega de armas y los mecanismos jurídicos para la legalización de la guerrilla. Contienen también la primera gran propuesta de reforma agraria del siglo XXI, que incluye desde el reparto de tierras ociosas hasta el establecimiento de modalidades de autonomía para los campesinos; desde el respeto a los derechos de género en el agro hasta el acceso a la conectividad digital; desde la erradicación del trabajo infantil hasta mecanismos para garantizar el derecho a la alimentación. Los acuerdos se refieren, además, a una reforma política orientada a fortalecer la participación ciudadana, el acceso a los medios de información y la fiscalización civil del poder; a las vías que hagan posible la reconciliación y la inclusión; a la sustitución y erradicación de los cultivos de drogas ilícitas y al desmantelamiento de organizaciones criminales de origen paramilitar.
Más allá de la paz y de la guerra, el documento es, en suma, un ambicioso e insólito programa de transformación nacional pactado entre una presidencia de la derecha oligárquica y una organización guerrillera de orígenes marxistas; es, pues, algo así como un milagro del entendimiento, la razón, la mediación y el diálogo.
En el panorama regional, la derrota de los acuerdos de La Habana es un nuevo triunfo de esa oleada de la reacción antipopular, antinacional y profundamente corrupta que recurre al fraude electoral para mantenerse en la Presidencia de México, que desalojó del poder al kirchnerismo en Argentina y que orquestó el golpe de Estado institucional contra los gobiernos progresistas en Brasil. El mensaje es inequívoco: en estas democracias no hay lugar para las visiones nacionales distintas a las del poder oligárquico ni sirve para construir sociedades pacíficas y mínimamente incluyentes; su única utilidad real es el enriquecimiento de las élites políticas, empresariales, mediáticas y delictivas a costa de los países, de sus poblaciones, de su soberanía y de sus recursos.
La moraleja es también ineludible: actualmente no se puede aspirar a emprender transformaciones sociales de alcance nacional sin acudir a las urnas; pero ir a ellas sin organización y movilización popular y sin articulación de las fuerzas sociales equivale a jugar ruleta rusa con un adversario que se encarga de poner las balas en el tambor del revólver.
Twitter: @Navegaciones