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Shimon Peres: ¿la muerte de un gigante?
C

uando vi el encabezado de la necrología de Shimon Peres (1923-2016), dos veces primer ministro, tres veces canciller, titular de varias otras carteras, presidente y Nobel de la Paz 1994, en The Guardian (28/9/16): El gigante de la política israelí muere, grité (en polaco): “¡Dzieki Bogu za Uriego Avneriego! (¡Gracias a Dios por Uri Avnery!)”.

Peres me habría entendido (y se quedaría disgustado). Al final había nacido y llegado a Palestina de Wiszniew, de lo que antes era Polonia y hoy es Bielorrusia (de pueblos como Wiszniew o Wiszniewo viene de hecho el apellido Wisniewski).

Era el año 1934 y él aún se llamaba Szymon Perski. Hasta sus últimos días hablaba hebreo con un fuerte acento polaco. Cuando más tarde –como era de costumbre– hebraizó su nombre, escogió Peres, una especie de ave enorme (buitre), muestra no sólo de sus preferencias ornitológicas, sino de la manera en que quería rehacerse y ser percibido.

Ya en aquel entonces nació el supuesto gigante que sólo esperaba su reafirmación.

“Toda su vida Peres trabajó en su ‘personaje público’. La imagen remplazó al hombre. Casi todos los textos después de que cayó enfermo hablaban de este personaje imaginario, no de uno real”, escribió días antes de su muerte Avnery (The saga of Sisyphus, Gush Shalom, 24/9/16).

Imagínense después: murió un gran estadista, el incansable vocero de la paz, la única voz de sensatez en medio de un conflicto sin fin, el sabio del Medio Oriente, y mi preferido (de la BBC): el gigante que caminaba entre los hombres.

Algunos elogios bordeaban con el kitsch.

El de David Grossman, escritor que acompañó una vez a Peres en su nostálgico viaje a Wiszniew, es tan empalagoso que un lector corre riesgo de morirse de diabetes (aquí sólo una línea): Llegamos a (su antigua) casa... los vecinos decían que no bebiéramos del pozo por la radiactividad después de lo de Chernóbil, pero él bajó el cubo, lo sacó, llenó la copa y bebió ardientemente del agua de su juventud ( The Guardian, 30/9/16).

No, pos de la radiactividad sí que sabía (de esto hablaremos más adelante).

Por eso (otra vez): ¡gracias a Dios por Uri Avnery!, o más bien, gracias a él mismo –él es un vehemente judío secular, yo soy un incorregible católico secular–, gracias por su refrescante perspectiva y larga memoria crítica.

Avnery (Helmut Ostermann) –veterano periodista y activista social israelí– llegó de la Alemania nazi a Palestina bajo el mandato británico unos meses antes que Peres, a la misma edad de 10 años (años más tarde se conocieron y se odiaron).

Para él, la suerte de Peres se parecía a la del Sísifo: cuando ya alcanzaba alguna de sus metas, todo se caía y había que empezar de nuevo: “Si hay un Dios (al parecer no se puede sin invocarlo... –MW), seguramente tiene sentido de humor. La carrera de Peres es prueba de ello” (Sisyphus redeemed, Gush Shalom, 20/6/14).

Era un político de carrera (por más de 60 años) que jamás ganó elecciones universales y perdía las que eran imposibles de perder; era un “reconocido peacemaker” que empezó varias guerras y jamás había hecho algo por la paz; al final de su vida era el más popular político israelí, que por la mayor parte de ella fue el más odiado (U. Avnery dixit).

En los mítines políticos la gente le aventaba tomates. Cuando en una reunión de partido él mismo preguntó retóricamente:

–¿Será que soy un perdedor?

El auditorio respondió al unísono:

–¡¡¡Sí!!!

No parecen escenas de la vida de un gigante.

Es que Peres simplemente no lo era: era un político bastante mediocre que por lo general tomaba malas decisiones, carecía de pasión e ideas originales; avanzaba sólo gracias a una –aún más grande– mediocridad del resto de la política, una serie de coincidencias, sus incansables intrigas, abandono de principios, cambio de papel y partidos ( re-branding).

Era un hombre sin cualidades que servía para todo porque no representaba nada (aparte del sionismo). De hecho –subraya Avnery– se hizo político porque no tenía interés en nada más: ningún conocimiento en particular, ningún hobby, nada.

Aun así logró imponer su imagen de sabio que leyó miles de libros (y escribió unos 11), y que citaba del Viejo Testamento, de la filosofía china y de la literatura francesa a la vez; en realidad –según Avnery– no leía nada o poco (algo que se reflejaba en sus discursos y falta de ideas): su asistente leía por él y le pasaba resúmenes (When the Gods laugh, Gush Shalom, 21/6/13).

Pero su más grande impostura fue la de Hombre de Paz.

Dejando de lado el (magro) valor de los –ya muertos– Acuerdos de Oslo (Palestina en forma de bantustane), su aporte en alcanzarlos es debatible y la manera en que se coló a la lista de los Nobel (Arafat/Rabin), controvertida.

En la historia de Israel no hay guerra que no haya apoyado y/o blanqueado internacionalmente: incluso ideó suyas, como la de Líbano (1996). Robert Fisk estuvo en Qana donde por su orden fueron masacrados 106 civiles en un refugio de la ONU: Cuando el mundo escuchó que murió Peres gritó: ¡pacifista! Pero yo grité: ¡Qana! ( La Jornada, 29/9/16).

Al parecer su muerte nos hizo gritar a todos.

¿Y los asentamientos ilegales en Cisjordania inaugurados por él, uno de los principales focos rojos hoy? ¿Y el reactor en Dimona –y la única bomba atómica en la región– que consiguió de Francia por apoyar sus guerras sucias contra los pueblos árabes en los 50? ¿O sus ventas de armas a gobiernos más nefastos, como el régimen blanco sudafricano al cual le pasaba tecnologías militares de punta, incluidas las nucleares? Es que la paz según Peres –desde Haganá en los 40,hasta la presidencia (2007-2014)– siempre significaba construcción del poderío militar, imparable expansión territorial y pacificación colonial del pueblo palestino.

Al final de su vida, su figura imaginaria servía para embellecer el sionismo (Ilan Pappé dixit) y a Israel mismo, que se vuelve un “Estado de apartheid” con sus muros, leyes segregacionistas y obsesión con la bomba demográfica árabe. Durante las exequias, Obama comparó a Peres con Mandela (¡sic!), a quien a su vez, en su funeral (2013), calificó de gigante de la historia. El círculo de las paralelas se ha cerrado (al parecer).

La tradición judía prohíbe hablar mal del difunto en su funeral. Pero no dicta que hay que decir tonterías.

*Periodista polaco

Twitter: @periodistapl