l escepticismo campea en la sociedad en relación con la política y los políticos. El cinismo, en cambio, sobresale entre los políticos, con lo cual fortalecen la base de todo tipo de suspicacias y prejuicios hacia la política.
Mucho se ha escrito sobre el escepticismo como oposición al dogmatismo, y estamos hablando de muchos siglos, más de 2 mil 300 años (desde Pirrón de Elis, por ejemplo). Pero en los tiempos actuales la expresión no sólo significa examen y duda como principio para conocer la verdad, por lo común relativa, sino más que todo descrédito, con frecuencia acompañado de rechazo. El cinismo de los políticos, por otro lado, se fundamenta en la idea generalizada y casi siempre correcta de que prometen sabiendo que no van a cumplir, es decir, en la deshonestidad. Sin embargo, el escepticismo social no suele buscar verdades, por relativas que éstas sean, sino que, contrariamente a sus orígenes, es un nuevo dogma: estar contra todo y no proponer nada, con lo cual terminan pareciéndose a los políticos al asumir –como premisa no siempre consciente– el cinismo político, muy propio, por lo demás, de muchos escritores contemporáneos desilusionados del pasado que defendieron cuando eran jóvenes y del cual resultaron apóstatas cuando la edad y sus experiencias (reveses u oportunismo) los convirtieron en gente madura con los pies en el piso
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Para muchos de estos nuevos adalides del escepticismo y del cinismo político (que en varios sentidos es equivalente a ser de derecha sin reconocerse
como parte de ésta), las izquierdas son dogmáticas por definición y, por lo mismo, intolerantes con la diversidad y el pluralismo (aunque hayan cambiado y sean ahora las principales defensoras de esos valores). Curiosamente se presentan como antidogmáticos y defienden, más en sus escritos que en su vida cotidiana, un nuevo dogma: todo está mal y no hay alternativa. Es decir, el conservadurismo escéptico y el cinismo cómodo de criticar sin proponer salidas o cambios posibles.
Como es una moda y una nueva manera de pensar sustentada en la duda permanente y en el ensayo y error continuos, se creen científicos y se apoyan entre ellos no tanto por afinidad de pensamiento, sino porque están en contra de las izquierdas que, ¡necias que son!, quieren cambiar las cosas para mejorar. Un nuevo dogma antidogma
ha venido ganando adeptos porque es muy cómodo estar en contra sin el compromiso de proponer cambios y luchar por ellos. Entre estos dogmas está el que los políticos se han ganado a pulso: la desconfianza hacia ellos, por su cinismo y por su impunidad frente a los sectores sociales que les exigen cambios positivos y una buena dosis de honestidad. La dialéctica de este fenómeno, que no es nuevo, pero sí más generalizado que antes, es que unos provocan desconfianza y ésta se extiende, como efecto lógico, al escepticismo de otros (cada vez más). Esta dialéctica podría ser una de las explicaciones del creciente abstencionismo electoral y del resurgimiento de nuevos partidos, a veces más como nuevas fachadas de los mismos edificios que de otros verdaderamente nuevos.
El escepticismo es tentador para muchos, especialmente para quienes disfrutan la ignorancia que viven en medio de una verdadera avalancha de información y conocimiento inútiles (y a veces falsos) que brindan las llamadas redes sociales dirigidas a la flojera mental de quienes se la pasan con el celular en la mano. Estar en contra de todo, sin proponer algo, es lo más cómodo para quienes no sienten la curiosidad de investigar. Podría decirse que es el conservadurismo apoltronado y alimentado, en el mejor de los casos, por periodistas y comentaristas comprados que ocultan su falta de profesionalismo y su deshonestidad precisamente ejerciendo la crítica por la crítica misma y desalentando el deseo de cambio que tanto necesitan las sociedades de nuestro tiempo.
El escepticismo ha impregnado tanto la conciencia de muchos que ya no se cree siquiera en la autenticidad de los movimientos sociales. Lo primero que se pregunta cualquiera que los observe es quién está detrás de ellos, quién les paga o quién los propicia y para qué intereses. Estas preguntas, lo recuerdo bien, no nos las hacíamos hace 40 o 50 años, cuando las ideologías que ahora se consideran dogmáticas diferenciaban a las derechas de las izquierdas. Sí había una suerte de dogmatismo en esas ideologías, pero el escepticismo de aquellos años, que también existía, se abrazaba como una búsqueda de verdad por lo menos probabilística y no como un rechazo por definición (como el nuevo dogma antidogma
de ahora), que finalmente termina con la aceptación de lo existente en soliloquios con un solo contenido: estoy en contra
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La paradoja de este cambio apenas esbozado es que las ideologías que tienen mayor aceptación, aun entre los escépticos, son las que brindan cierta certeza basada en las sensaciones, subjetividades y percepciones más visibles e inmediatas del yo intolerante que busca sobrevivir en un mundo en crisis, pero no cambiar el estado de cosas.