Tayeres
ace más de 20 años les dije a dos jóvenes: –Este es mi último taller, así que ustedes saben si se inscriben o no (el de Puebla, que empezó un poco antes de esa anécdota y que se volvió itinerante –este sábado será en Ciudad de México– sigue…) No entiendo.
Hemos hablado aquí más de una vez en defensa del proceso de enseñanza-aprendizaje de, por así decir, la escritura de poemas, que muy mejor expresado sería: del oficio de poeta. Mucho más en defensa del aprendizaje que de la enseñanza. Y de pronto me vino, súbita, la idea, de que quien tiene que ser escritor de poemas, poeta mejor dicho, habrá de serlo. Que el auténtico poeta, aunque dudas quedan, “no necesita bules pa’ nadar”.
He dedicado más tiempo a mis
talleristas que a mi obra
. Eso es indiscutible, e igual que aun con sus caídas ese taller, el mío
(de muy propias características), forma asimismo parte de mi obra
.
Disculparán que hoy me refiera a mí, o más precisamente a mi experiencia en ese aspecto, que mucho tiene de intuitiva; pero 30 años dedicados sin parar a trabajar sobre todo con poetas, músicos y periodistas (o comunicólogos), bailarines, sicólogos o terapeutas, antropólogos, etcétera, incluso un mimo (30 sin parar, pero más de 40 con sus asegunes) obligan a hacer alto, por pasajero sea. Miro hacia atrás y veo, caídas consideradas, que el resultado en general es bueno, quizá (no está en mí decirlo, sí en lo posible percibirlo) muy bueno.
Tal vez, sí, me perdone algunas cosas. Mas imagino que ese perdón, de serlo, vendrá del resultado de mi trabajo –visible en el trabajo, los trabajos, de los demás, de quienes han pasado por el taller. Y son los trabajos, no los autores, pienso entre que humilde y orgulloso (una actitud sufí), quienes pueden decirlo.
Los talleres para mí son difíciles: en ellos el coordinador debe actuar menos como maestro que como creador (o como maestro creador). Más escenario (el espacio vacío
) que aula, más ritual que transmisión de conocimientos, algo que puede desconcertar, el taller sin embargo de pronto pesa como mesa –o misa– aburrida (lo poético, lo auténtica, fuerte o frescamente poético queda fuera). Pero uno sabe que tal es parte del proceso, que en algún momento el espacio adquirirá su tono (cosa que, soy quizá iluso en eso, siempre pasa).