Mientras estuvo vivo, Pablo Escobar fue para nosotros, los colombianos, la atroz compañía de cada hora, el sobresalto de cada díaFoto Dpa
bro los ojos en un hotel cualquiera. Todavía no me despierto del todo y no sé bien en qué ciudad amanecí. Descorro la persiana pulsando un botón (es de esas de control remoto) y, ¿qué es esto que veo, en tamaño monumental, justo frente a mí, al otro lado de la calle, estampado sobre el muro? Qué pesadilla, pienso, ¡otra vez Pablo Escobar! O mejor dicho, su perfil, en la valla publicitaria de otra serie de televisión que lo ha puesto de protagonista. No es raro, últimamente, volver a ver hasta en la sopa a Pablo Escobar.
Mientras estuvo vivo fue para nosotros, los colombianos, la atroz compañía de cada hora, el sobresalto de cada día: en las detonaciones de las bombas con que a medianoche nos dejaba sentados de un brinco en la cama, en la lista de amigos y familiares que asesinaba, en las amenazas de muerte que nos enviaba, en sus sicarios que merodeaban en motocicleta, en los magnicidios y masacres que ordenaba, los centros comerciales que hacía estallar, el dinero con que compraba autoridades y conciencias, los aviones de pasajeros que tumbaba en pleno vuelo, las estaciones de policía que dejaba reducidas a polvo.
Pablo, Pablo, Pablo. Pablo en el horror de cada semana y en las lágrimas de todo un país. Imposible librarse de la acechanza de quien, según se dice, alguna vez profirió la más radical de las amenazas, que se dedicó a cumplir: Voy a invertir todo mi dinero en hacer llorar a este país
.
Muerto ya, Pablo regresa. Pero en esta rencarnación viene convertido en superestrella mediática. Te topas con su rostro mofletudo en afiches, muros y pantallas. Su inconfundible copete rizado y un poco caído sobre el ojo: ahí está, en la latonería de los autobuses, en los quioscos, en las vidrieras de las librerías. Sus ojillos de ratón perseguido. Su sonrisa socarrona, sobre todo cuando se hizo fotografiar, siendo el criminal más buscado de la tierra, apoyado en la reja de la propia Casa Blanca, en Washington.
Ya no eres presencia, Pablo, le digo, eres apenas representación. Ya no eres amenaza, eres diversión.
Creo que mientras estuvo vivo y activo nadie atinó a caracterizar a ciencia cierta su desbordante y criminal personalidad. Y parecería que en muerte tampoco lo logramos del todo. Ni las series ni los reportajes y documentales, ni las biografías o las películas que giran en torno a él.
Hoy amanezco frente a frente con el hombre, o en todo caso, con su imagen. Lo miro. Él, o su perfil sobre el muro, tiene la vista melancólicamente vuelta hacia arriba, hacia el cielo. Ya ni siquiera eres Pablo, le digo, eres apenas el actor que representa tu papel.
Dada la intimidad de nuestro encuentro, me animo a preguntarle, todavía desde la cama y aún medio dormida: ¿cuál es el quid del despiste, Pablo, el punto ciego que nos impide llegar hasta los recovecos más hondos de tu alma asesina? ¿Quién fuiste en realidad, qué querías, qué perseguías, qué odiabas con tanta convicción, cuáles eran tus métodos, cuál la verdadera fuente de tu inmenso poder, la base de tu imperio del mal?
–Respóndeme, Pablo –lo conmino como el father Karras al demonio en El exorcista, porque así se hace con toda aparición inquietante e indeseada.
Motivado por el diálogo, supongo, o por la urgencia de compañía, y todavía mirando hacia el cielo, Pablo Escobar me responde. Y por qué no. Ya que tantos lo recrean, lo reinventan e interpretan, por qué no voy a tener yo mi propia versión. Y esto me susurra Pablo, más o menos al oído pese a estar en el edificio de enfrente. Van sus palabras a continuación: un falso monólogo en primera persona que me ha sido dictado por mi imaginación, en el momento de tener ante mis ojos su perfil monumental.
Ineludible, enorme, muerto pero vivo, Pablo murmura algo que va dirigido a mí. O al menos eso creo. Aquí va:
Aunque me mataron, no pudieron derrotarme –me susurra Pablo Escobar–. Y no pudieron derrotarme porque no supieron entenderme.
El primer craso error que cometieron fue creer que mi negocio era la droga. ¿Traficar con drogas ilícitas, la base de mi imperio?
No fue del todo así. La droga fue apenas un side-line, un punto de apoyo. Mi verdadero negocio fue la muerte. La muerte, auténtica fuente de mis ganancias incalculables.
Ellos, mis enemigos, hicieron de la droga un fetiche que les tapó los ojos, y se les escapó el alma del asunto. Estaban ciegos, nunca llegaron al fondo. Y todavía no han llegado, ni siquiera ahora, pese a que estoy muerto desde hace tanto.
Los negocios legales de los Trumps actuales son juego de niños: competencia a puños, trampas sin imaginación, estafas, triquiñuelas, mordiscos y patadas. Poco más que eso. Yo, en cambio, supe añadir el motor que hace falta, el auténtico multiplicador, el corazón que más late. El toque religioso, o más aún, el golpe mágico: la muerte del adversario.
La muerte del adversario, ahí está el secreto. En la audacia para liquidar a la competencia, para borrar a la contraparte, bien sea en los negocios, legales o ilegales; en la venganza o en la justicia, y tanto en la guerra como en el amor.
Eliminar a la competencia. Deshacerse de quien se interponga, sea comerciante, traficante, político, juez, general, ministro, periodista o candidato presidencial.
Lo que no ayuda, que no estorbe.
Borrar a la contraparte, acabar con el rival, tanto a la hora de amarrar un negocio como a la hora de conquistar a una mujer.
Para eso lo que se necesita es músculo militar. Y eso fue lo que yo, Pablo Escobar, supe montarme, bien para mis propios propósitos, bien para alquilarlo al mejor postor. Un ejército a mis órdenes, una infalible máquina de matar.
A la hora de la verdad no inventé nada nuevo. La originalidad no fue uno de mis atributos. Al fin y al cabo eliminar a la competencia es la clave de la economía, el ABC de cualquiera que se quiera enriquecer: el viejo truco por todos conocido y que lleva el nombre de capitalismo salvaje. Pero a la salvajada yo supe hacerle mi propia interpretación, me las arreglé para añadirle mi aporte personal. Mi marca de fábrica, mi firma, lo que nadie me puede negar y en lo que nadie me ha sabido imitar. El arte de destapar lo presente, pero oculto; de hacer evidentes las intenciones que ya estaban ahí, pero disfrazadas; de llevar la tendencia hasta el extremo: ahí me reconozco a mí mismo. Ese soy yo.
Mi truco, mi milagro particular, fue eliminar a la competencia a escala masiva y a física bala. Matando a quien se ponga de obstáculo, a quien pretenda competir contigo es como multiplicas tus ganancias por mil. Eso lo saben ellos, los negociantes, los dueños del gran capital, los inversionistas, los banqueros, todos ellos. Lo saben, pero se quedan cortos, los perjudica la timidez. No se atreven a ir hasta donde yo llegué. Son hipócritas y timoratos, se quedan en la puerta, no se atreven a entrar. Yo, en cambio, fui frentero y audaz en el arte de matar.
El mundo se confunde pensando que mi gran negocio fue el tráfico de estupefacientes. No pudieron ver, o no quisieron, que mi abracadabra no era la droga, sino la muerte. Mi don natural fue mi inmensa capacidad de matar, a quien fuera y en cualquier lugar.
Eso me dice Pablo, o eso creo escucharle, y luego vuelve a callar. Impertérrito, mirando siempre hacia la nada, sin que se le mueva un solo músculo de la cara.
Ya. Ya no más. Ya estuvo bueno de Pablo, ya no quiero pensar más en él, saber nada de él, no me lo aguanto más, ni en la pantalla chica ni en la grande, ni en las noticias, ni siquiera en el recuerdo. Ayer su vida determinaba la nuestra, y de sus órdenes dependía nuestra muerte, y sus actos marcaban a sangre y fuego nuestro acontecer. Hoy, en cambio, la solución está al alcance de la mano. Basta con pulsar un botón: el del control remoto que cierra la persiana, haciendo que desaparezca el Pablo pintado en la pared, como si fuera –como si siempre hubiera sido– un mero fantasma, apenas un actor en una película de terror.