n su decimocuarta edición, el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) confirmó por qué ya es el más importante entre los ciento y pico festivales realizados en territorio mexicano. También puede ser considerado el más práctico y el de mejor programación.
Este año las secciones paralelas a las competencias mexicanas fueron especialmente interesantes. Por ejemplo, el 14 FICM estrenó en México los títulos más notables, a mi parecer, del pasado festival de Cannes: Bacalaureat, de Cristian Puiu; Elle, de Paul Verhoeven, y Sieranevada, de Cristian Mungiu (sólo faltó Paterson, de Jim Jarmusch, pero eso sería contar pulgas). Además, La La Land, de Damien Chazelle, la película más popular del pasado festival de Toronto.
Por otro lado, el Spotlight dedicado a la Berlinale dio paso a la exhibición de otros títulos que muy probablemente no se volverán a ver en nuestro país. Mientras la muy oportuna retrospectiva dedicada al realizador Julio Bracho, permitió que expertos extranjeros –y también algunos nacionales– descubrieran los valores de una filmografía selecta.
No en balde, el FICM se ha vuelto un encuentro tan popular que la mayoría de los boletos a las funciones más atractivas estaban agotados, por ventas en línea, antes de que comenzara el festival. Eso planteó un dilema frustrante a un número incalculable de asistentes. (Por suerte, a los críticos nacionales y extranjeros se nos eximió de la necesidad de pedir boletos e ingresar a las salas con sólo la acreditación, detalle que facilitó nuestro trabajo).
Ya lo señalaba desde hace un par de años: las salas del Cinépolis Centro, la sede del FICM, son claramente insuficientes para dar cabida a todos los interesados, que crecen año con año. Ese es el principal reto para el futuro. Por ser el centro histórico de Morelia, es impensable ampliar la construcción original. Sin embargo, el agotamiento inmediato de entradas obliga a la directiva del festival, a su presidente Alejandro Ramírez y la incansable directora Daniela Michel a pensar en una solución a corto plazo. Es demasiado bueno el programa para que sólo lo disfruten unos cuantos centenares de espectadores.
En cuanto a los nuevos largometrajes mexicanos, sean documentales o de ficción, nuevamente se comprobó la preeminencia de los primeros sobre los segundos. Justamente premiado como el mejor documental, Bellas de noche, de María José Cuevas, ofreció una mirada mucho más amable que la dura realidad mostrada por sólidos trabajos como Batallas íntimas, de Lucía Gajá; Mexicanos de bronce, de Julio Fernández Talamantes; El remolino, de Laura Herrera, y Resurrección, de Eugenio Polgovsky, entre otros.
Los trabajos de ficción fueron una colección mucho más desigual. De los 15 largometrajes en competencia, se puede decir que la mitad fueron satisfactorios en la medida que sus logros se ajustaron más a sus intenciones: La caja vacía, de Claudia Saint-Luce; El peluquero romántico, de Iván Ávila; La región salvaje, de Amat Escalante; El sueño del Mara’akame, de Federico Cecchetti; Las tinieblas, de Daniel Castro Zimbrón; 3 mujeres o (despertando de mi sueño bosnio), de Sergio Flores Thorija; El vigilante, de Diego Ros, y Zeus, de Miguel Calderón.
El jurado oficial decidió ignorar el ambicioso cuarto largometraje de Escalante, ganador en Venecia, en favor de la opera prima de Ros, una buena muestra de capacidad narrativa y desempeño interpretativo (el actor Leonardo Alonso también fue reconocido). Curiosamente, el premio del público fue para una película nada convencional: Las tinieblas, una apuesta por el horror metafórico envuelta en un impresionante trabajo formal.
De la otra mitad… mejor guardemos un discreto silencio.
Twitter: @walyder