n unos cuantos días, el país más poderoso del mundo irá a las urnas para elegir a su próxima presidenta. Su contrincante no sólo representa una opción de gobierno alternativa, sino que encarna todos los prejuicios machistas contra los que se ha articulado la rebeldía de las mujeres a lo largo de más de un siglo. Donald Trump (y los trumpniks antifemeninos que abundan a nuestro alrededor, porque para eso no se necesita ser del Ku Klux Klan ni sobran los doctorados) encarna en relación con las mujeres actitudes primitivas inaceptables en un medio civilizado. No tenía por qué ser así; es decir, el hecho de que la competidora más fuerte en esta elección presidencial sea mujer no explica que su adversario sea Trucutú el conquistador de mujeres. El candidato del Partido Republicano hubiera muy bien podido ser un hombre más educado, más respetuoso, más normal, que hubiera asimilado el principio de equidad entre los sexos, que es una premisa básica de la vida en sociedad en el siglo XXI. Sin embargo, la frustración del macho, ya sabemos, es mala consejera, y Trump es la propuesta de electores que quieren castigar al mundo que los ha victimizado y, como es costumbre, empiezan por las mujeres a las que creen más vulnerables. Si se vieran en el espejo se irían de espaldas al ver a qué grado son evidentes sus inseguridades.
Los motivos de los trumpkins son más o menos claros. No así los del papa Francisco, que a la vuelta de un viaje a Suecia declaró que la Iglesia católica nunca aceptará que las mujeres oficien misa o impongan todos los sacramentos. La posición papal es tan definitiva que sorprende. Sabíamos que el cambio, el que sea, históricamente le ha costado siempre trabajo a la Iglesia, pero después de siglos de experiencia tendría que saber que no puede cerrarse de esa manera a las transformaciones de la sociedad. Cuando lo hace pierde, por lo menos, tiempo, porque a fin de cuentas tiene que ajustarse al entorno. Para seguir siendo relevante en la vida de sus creyentes, la Iglesia tiene que responder y adaptarse a sus demandas, a las distintas opciones de vida que han imaginado.
Me sorprende más todavía la postura del Papa porque el sacerdocio puede ser una exclusiva masculina; no obstante, las mujeres han sido agentes centrales de transmisión de la doctrina en la familia. Normalmente, el aprendizaje del Padre Nuestro, del Ave María o del Credo pasa por la madre, al igual que las primeras enseñanzas de los deberes religiosos. Entonces, ¿por qué las mujeres no habrían de ejercer el ministerio completo? Es más, creo que si se lo permitieran, los servicios religiosos serían más seguros y efectivos. Quiero imaginar que las sacerdotisas se desempeñarían con más seriedad y compromiso que muchos sacerdotes, a quienes los querubines distraen. Pienso en que prepararían con cuidado sus homilías dominicales. Es posible que tuvieran iniciativas reformadoras de largo alcance. No sería la primera vez. En los siglos XV y XVI, al término de las guerras de religión en Francia, cuatro abadesas Borbón gobernaron la grande y rica abadía de Fontevraud, que en un momento dado incluía una sección de hombres. No sólo llevaron a cabo obras arquitectónicas impresionantes, sino que también pusieron en práctica reformas a la organización de las actividades de la comunidad diseñadas por la antecesora, María de Bretaña. El florecimiento de la abadía tuvo siempre el apoyo papal. Esta referencia un poco oscura, lo admito, viene a cuento como remoto antecedente exitoso a la atribución a las mujeres de más responsabilidades en la conducción de la Iglesia. Sólo la revolución francesa pudo acabar con Fontevraud.
La Casa Blanca no es comparable al Vaticano en términos de dimensiones físicas; el Papa no tiene divisiones como exigía Stalin para tomarlo en cuenta en las discusiones de política internacional. Sin embargo, conserva un poder de movilización política que si bien ha disminuido en forma considerable, sigue siendo un factor de consideración, sobre todo en América Latina. Si estamos de acuerdo en que no hay razón para que una mujer no aspire al poder presidencial, entonces también tendríamos que apoyar su batalla por tener las mismas oportunidades que los hombres en el medio eclesiástico.
Donald Trump ha demostrado que sus actitudes en relación con las mujeres son cavernarias; en cierta forma su campaña ha restablecido un estándar que creíamos desaparecido para siempre. Me aterra pensar que si llega a la Casa Blanca habrá muchos que no frenarán sus peores instintos en relación con las mujeres. Me pregunto si la posición del Papa, sin quererlo, no se apoya en la misma desconfianza que azuza Trump y que ahora persigue a Hillary Clinton.