n su libro Mal de archivo: una impresión freudiana, Jacques Derrida aborda el tema de la escritura, asunto de archivo. Huella, impresión, traza..., para él, mal de archivo. Derrida explora esa problemática mediante un diálogo exegético con el sicoanálisis. Temática cuyo análisis abre con una frase contundente:
“Los desastres que marcan este fin de milenio son también archivos del mal: disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, ‘reprimidos’. Nunca se renuncia, en el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación.”
Las ideas de Derrida encuentran asidero en el libro Todos los nombres, de José Saramago, en el que encontré el enorme placer de perderme en el confuso laberinto de expedientes sin salida, pasadizos oscuros y cuestas de papeles empinados e inencontrables, a través de lo desconocido en que se difuminaban en la conservaduría de un Registro Civil. Diseminados en los estantes, medio enterrados unos, casi ocultos por las telarañas y el polvo otros, veíanse y no se veían la infinidad de registros sobre la vida y la muerte, arrojados en diferentes épocas y formando columnas que llamaban la atención sobre lo efímero de la acción de la persona.
Don José, el personaje de la historia de amor de Saramago, transcurre su vida en largos y solitarios paseos por los pasillos del Registro Civil, o bien encaramándose en una escalerilla para quedarse con los fólders de la parte superior de los estantes, olvidados de todos y escondidos en oscuros rincones y que examinados de cerca conservan escritos los datos de hombres, mujeres y niños que fueron inscritos en el momento de nacer o de morir.
La flojera de dulces arrebatos, bella interceptadora de la realidad, se envuelve en vagas fantasías, refugió en un Registro Civil al que da vida José Saramago, el genial escritor portugués. Al compás de ir y venir de la luz y la oscuridad del cuarto en que reposan las actas de nacimiento o defunción que resurgen o se extinguen en el polvo, olor a hojas de papel mojado que un día fueron vírgenes y que desde una papelería alumbraban el camino del sol.
Este domingo sin sol fue propiciador de la magia que despierta la historia alucinante de Saramago, en la que el misterio araña y enfría la piel y adentra en el juego de la vida-muerte. Porque, ¡eso sí! la raza amante del sol ni aún en los cubículos de los registros civiles se resigna a renunciar al astro rey. ¡Que perezcan el cerebro, el corazón, el hígado, los genitales, los brazos y las piernas!, pero que los ojos se salven por si algún día una vieja hechicera quiere desafiar al tiempo. Porque conforme me adentraba en la lectura de un tal José, en sus montañas de expedientes de vivos y muertos, más extrañaba el sol jugando con la muerte, en el otro extremo del que dibujaba Saramago, en esta magistral novela.
Ese tal José que parecía bañarse en el río maléfico del Registro Civil, mantener la oscuridad sólo alumbrada de manera artificial, no amar bajo pena de morir. Fantasía perdida en la noche de los tiempos y basada en la cultura de los expedientes y la burocracia que busca el sol. Un día la fiebre de la civilización destruirá los registros civiles junto a la amplia idea del interminable naufragio de las cosas, el miedo ruin, egoísta que nada ha de quedar. Sólo nos consuela la importancia de resguardar los ojos de la hora de la muerte.
Eso que sólo los mexicanos sabemos desde antes de nacer, que de la tierra cubierta de rastrojos del suelo carrascoso, yelmo duro y maldito, sube una fragancia a muerte. La cosecha infértil y fecunda de recuerdos y sueños que crecen bajo el vacío y la luz que observa ojos que no mueren. Como mueren y no mueren los ojos de ese tal José.