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Mar de Historias

Marina sobre negro

A

sí que llevábamos dos años en pecado mortal y sin saberlo ni imaginarlo. Nos puso al tanto de nuestra grave situación mi prima Carina. El domingo llegó a visitarnos de improviso. Al verla más alterada y pálida que de costumbre temimos que la hubieran asaltado o que Fito, su perro, hubiese desaparecido una vez más: con esta serían siete las escapatorias que lleva en el año; aunque lo verdaderamente extraordinario es que el animal siempre haya vuelto por su propia pata.

Carina dijo que ninguna de las dos situaciones la angustiaría tanto como la falta en que nos encontrábamos y resumió en cinco palabras: Están viviendo en pecado mortal. A mi prima le gusta difundir noticias catastróficas. Pensamos que esta era una más y nos reímos. Sólo mi mamá, que es muy religiosa, permaneció en silencio, con los ojos entrecerrados, como si estuviera haciendo un veloz examen de conciencia. Mi padre, visiblemente molesto, le preguntó a Carina con qué autoridad nos condenaba. Ella le respondió que desde el Vaticano se había difundido la noticia de que está en pecado mortal todo aquel que conserve las cenizas de sus difuntos, las reparta entre los familiares, las convierta en joyas o las arroje al mar. Lo cristiano es dar sepultura al finado.

II

Carina se refría a mi hermano Miguel. Murió hace dos años en un accidente carretero. Vivimos la tortura de reconocer su cuerpo, velarlo y decidir el destino de sus restos. Mis padres, sabedores de la claustrofobia que desde niño padecía su hijo menor, optaron por cremarlo.

Lo sucedido durante la incineración se me confunde; no recuerdo qué hicimos ni si estuvimos solos; en cambio, tengo clara la actitud valiente de mi padre; la ternura con que mi mamá recibió la urna con las cenizas tibias y se puso a mecerla como si se tratara de un bebé.

Alguien, supongo que un empleado de la funeraria, nos entregó a cada uno un folleto con ofertas de nichos para depositar restos mortales en alguna iglesia. Mi madre dijo que de ninguna manera consentiría en separarse de su hijo, aunque ya sólo fuera cenizas, y anunció que iba a llevárselo a la casa. Tenerlo cerca haría menos dolorosa su interminable ausencia.

De regreso a nuestra casa, penumbrosa y helada, mi madre le pidió a mi hermano Sergio, el más alto de la familia, que pusiera la urna en el primer entrepaño del librero, lo más cerca posible del retrato donde Miguel –muy jovencito, con guayabera y lentes– aparece junto a mi padre en el malecón de Veracruz: su paraíso.

III

Advertir la inquietud que había sembrado con su informe acerca de lo dicho por el Vaticano le dio a Carina cierta autoridad sobre nosotros y, sin que nadie se lo preguntara, nos propuso tres alternativas salvadoras: pedir consejo a un sacerdote, depositar la urna en el nicho de una iglesia o sepultarla en la tumba de los abuelos maternos. Mi hermana Rosario le recordó que sólo a la familia directa le correspondía decidir. Fue un momento embarazoso, pero nos sentimos aliviados cuando Carina se fue sin despedirse.

A solas podíamos tomar una determinación, aunque la verdad todos deseábamos que Miguel conservara su sitio en el librero, desde donde seguiría participando de la vida familiar. Sin embargo, por encima de nuestras aspiraciones flotaba el riesgo que atemorizaba más que a nadie a mi madre: vivir en pecado mortal.

Como si estuviera ajeno a la discusión, mi padre iba de un lado a otro de la sala hasta que se detuvo frente al retrato donde está con mi hermano: Propongo que llevemos la urna a Veracruz y esparzamos las cenizas en el mar. Le recordé que, según el Vaticano, eso también era pecado. Él descolgó el retrato, lo limpió con la manga de su saco y se volvió hacia mí: Dios comprende...

Esas palabras nos emocionaron y lloramos pero, por vez primera en mucho tiempo, de felicidad. Ya más serenos, hicimos planes. Saldríamos a Veracruz el martes por la tarde y dedicaríamos el miércoles a la ceremonia de esparcimiento y al regreso.

Viajamos en la camioneta de Luis. Él y Renato manejaron a trechos. Entre todos pagamos la gasolina y las casetas. Encontrar alojamiento, aunque sólo para una noche, fue imposible. Los hoteles y las casas de huéspedes estaban llenos de familias. En cierta forma nos alegramos de vernos obligados a dormir en la camioneta y a ratos en la arena, igual que cuando éramos niños y salíamos de excursión.

Al amanecer fuimos a Puente de Pescadores. Un hombre oscuro pescaba de una manera rústica. Las olas de crestas encendidas por los primeros rayos de sol se deshacían contra las escolleras. La urna pasó de mano en mano. Mi padre se disponía a abrirla, pero mi madre se lo impidió con un ademán que todos comprendimos: le faltaba valor para ver las cenizas. La urna cayó al agua y enseguida desapareció.

IV

Al mediodía emprendimos el regreso. Estábamos a punto de tomar la carretera cuando mi madre volvió a inquietarse: ¿Y si de veras lo que acabamos de hacer es pecado mortal..? La respuesta de mi padre fue una sonrisa serena y tranquilizadora que significaba: Dios comprende.

Hicimos el viaje en silencio, felices de saber que Miguel descansaría para siempre en otro paraíso: el mar.