Cuatro mexicanos recién fallecidos
bramos el baúl-mundo con la más penosa de las secciones: la funeraria. Sin orden cronológico o de cercanía amistosa, quiero dedicar unos renglones a cuatro mexicanos recién fallecidos, a los que tuve la oportunidad de conocer y tratar (a unos más que otros), lo suficiente para expresar las explicables añoranzas que estas desapariciones ocasionan aunque, a la hora del deceso, tiempo, distancia y muchas otras circunstancias hayan diluido el trato de otros tiempos.
Cuando yo era aceptado en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Nicandro no sólo era expulsado, sino brutalmente reprimido, juzgado y condenado. Fue el primer reo a quien se aplicó el engendro fascistoide llamado delito de disolución social, enmarcado en los artículos 125 y 125 bis del Código Penal. El 23 de septiembre de 1956 el ejército irrumpió en el internado del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y desalojó con violencia a medio millar de estudiantes ( las gaviotas del Poli, se les llamaba), quienes tenían su miserable nido en un cuchitril tan infecto como la Casa del Estudiante, ubicada en la Plaza del Carmen, hoy Centro Histórico (refugios, ambos, del más selecto lumpen estudiantil y muchas veces simplemente juvenil). Las condiciones de hacinamiento, insalubridad, carencia de agua, luz y servicios sanitarios me recordaban la descripción que hacía Víctor Hugo del mercado de Les Halles o Corte de los Milagros en su conocidísima novela Nuestra señora de París. Pues para demandar una urgente y por demás justa mejoría de las infames condiciones prevalecientes en el internado politécnico surge un aguerrido y muy organizado movimiento cuyos reclamos eran estrictamente estudiantiles: además de arreglos necesarísimos en el tugurio que habitaban, pedían la revisión de los planes y programas de estudio, laboratorios, talleres y ampliación del personal docente.
La huelga duró 68 días. Me atrevo a decir que es una de las pocas movilizaciones estudiantiles que llegaron a tener carácter nacional y también respuesta favorable a sus demandas: el presupuesto se aumentó considerablemente, igual que las becas y otras solicitudes económicas que fueron también atendidas, pero a cambio se reprimió todo intento de mantener y acrecentar la organización estudiantil que se había extendido a muchas entidades. Ni siquiera una participación conveniente y legítima en la vida académica y de gobierno (consejos técnicos) fue considerada. Se hostilizó a los líderes y el internado se convirtió en un gueto que a partir del 23 de septiembre quedó bajo el mando del Ejército. La dirigencia estudiantil resistía, trataba de mantener la comunicación con sus apoyos del interior, pero aún entre ellos era imposible. Como un trágico flashforward fueron apañados Nicandro Mendoza y Mario Molina, nueve días después de la toma del IPN. La fecha por demás simbólica: 2 de octubre. Últimas consideraciones: el problema del internado politécnico no era económico, era ideológico. Los industriales, financieros y banqueros, los propietarios en suma, veían con buenos ojos que el país formara técnicos, profesionales y aún investigadores y académicos que aportaran un múltiple know-how para acrecentar los medios de producción que poseían. Pero resultaba imposible de aceptar que el gobierno tolerara, auspiciara, centros educativos que, al tiempo que enseñaban los saberes diseñados para la generación de plusvalía, impartieran ideas exóticas
(así, ridículamente, se les llamaba), que tenían como objetivo destruir nuestra patria por el camino de envenenar las mentes de los jóvenes. El IPN era la cereza del pastel… Perdón, perdón: las prisas lo llevan a uno a echar mano de símiles por demás ridículos. El Politécnico era la cúspide del proyecto educativo del cardenismo: racional, nacionalista, liberador, justiciero. Las escuelas campesinas desperdigadas por todo el territorio, las normales rurales cuyos egresados sembraron el alfabeto por todos los confines del territorio. Sí, los heroicos maestros a los que los fanáticos cristeros (¿en verdad discípulos de Cristo?) habían llegado a mutilar cercenándoles las orejas, seguramente para que nunca pudieran escuchar las voces de su pueblo.
Ya liberado, a Nicandro se le persiguió sordamente, se le aisló y se le negó toda posibilidad de reincorporación a la institución que había sido su vida y a la que, con su lucha, pese a la oposición de grandes intereses, le había acarreado innegables beneficios. Su reciedumbre para defender principios y demandas, su valor para resistir la privación de su libertad, los maltratos y muy posiblemente algún tipo de tortura, lo hacían un verdadero peligro: el del ejemplo que educa y se reproduce.
Finalmente, nuestra Casa (así con letra grandota) le dio (y se enriqueció con ello) el lugar que merecía: la cátedra y la investigación.
Nicandro, autor de Farmacología médica, acaba de fallecer. No hubo mayor registro del fatal acontecimiento. Estas letras son un pequeño esfuerzo porque lo bueno, lo digno, perdure. Nicandro: nunca te vi de cerquita, jamás cruzamos palabra. Te admiré y te recuerdo.
René Avilés Fabila. Recuerdo haberme encontrado con René por primera vez en una visita que hicimos a su prepa los integrantes de la planilla verde en la que yo ocupaba la candidatura a la presidencia de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) por la Facultad de Derecho. René pretendía la misma representación por su escuela. La afinidad surgió natural e inmediata: ambos representábamos a los grupos rojillos de cada plantel. A finales del 58 participamos en el llamado movimiento camionero, en el que Alfredo Bonfil, para evitar que yo fuera arrollado por un camión, se lanzó a sacarme del arroyo frente a las puertas mismas de la facultad, el primer día de las protestas y toma de autobuses. Me salvó, pero él quedó bajo las ruedas del vehículo. También la libró, pero quedó con marcados tics faciales y agudas migrañas. Pues en estas y otras escaramuzas y manifestaciones en favor de los maestros othonistas o en defensa de la revolución cubana, al frente de sus compañeros preparatorianos y luego novatos de CU, con toda regularidad me topaba con René. Lo recuerdo como un activista entusiasta, orador sólido al que además de su facilidad de expresión le ayudaba su buena estampa. Las elecciones para la presidencia de la FEU la decidían los delegados de cada escuela o facultad. El secretario del Presidente de la República era Humberto Romero Pérez (El Chino), quien tenía una obsesión enfermiza por las cuestiones estudiantiles. Él, personalmente, desde Los Pinos intervenía para que los representantes de todas las instituciones educativas fueran totalmente afines y disciplinados a la voluntad gubernamental, es decir, la suya. Los métodos de sometimiento eran sólo dos y muy simples: el derecho a una talega (así se le decía a un estipendio, beca o subsidio destinado a garantizar la sumisión de los líderes estudiantiles) o la masajeada que los rotundos miembros de los equipos de lucha o de futbol americano propinaban a los atrevidos disidentes. René ganó la elección en su escuela y decidió, pese a los inconvenientes anotados, brindar su apoyo a la FEU encabezada por Antonio Tenorio Adame, de Economía; Juan José Durán, de la prepa tres, y este cronicante. En las movilizaciones que emprendíamos, estudiantiles o populares, el contingente de René estaba presente. Nos acompañó en mítines, manifestaciones, plantones y a causa de ello, me consta, recibió las infaltables invitaciones y persuasivas sugerencias a transitar por el buen camino: el que salía de los recintos escolares y era pertrechado en la particular del Ejecutivo. Ante el repetido fracaso de la cooptación light se procedió a la aplicación de medidas más convincentes. René llegó a sufrir en carne propia (y no es metáfora) los argumentos persuasivos a los que se ha llamado el monopolio legítimo del ejercicio de la fuerza y la violencia. Resistió. Otros han expresado los valores literarios de Avilés Fabila. Yo preferí dejar un testimonio de otro aspecto de su no muy fácil personalidad. Presuntuoso y provocador (se hizo de muchos y buenos amigos, así como de un selecto número de importantes y acervos críticos), lo recuerdo como un joven progresista, luchador, valiente y honorable. No fui un lector asiduo de su obra (como lo fui de Gustavo Sáinz y lo sigo siendo de José Agustín), pero El gran solitario de palacio y Tantadel me resultaron, como para nuestra generación, muy gratificantes lecturas. Le guardo gratitud por su solidaridad en tiempos borrascosos.
Rodofo Stavenhagen, Naranjo, González de Alba: cuando tenga algo que decir, aunque sea mal dicho, lo diré.
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