la hora de la verdad, los gringos no andan en chiquitas. Basta con recordar un dato duro de la guerra civil estadunidense (1861-65). En apenas cuatro años, 690 mil muertos. Sólo en la batalla de Gettysburg (Pensilvania), 53 mil en tres días (1-3 de julio de 1863). Muy cerca de los 58 mil caídos en Vietnam, sólo que en 10 años (1965-75).
Dimensionemos. En todas las guerras independentistas de América hispana hubo 600 mil muertos (1810-26). En las del imperio británico en África, 519 mil (1818-1920). En todo el siglo XIX, los indígenas masacrados en Yanquilandia sumaron 370 mil.
Pregunta rápida con propuesta de reflexión lenta: ¿sólo el ideal abolicionista explica aquella carnicería en medio de la cual Abraham Lincoln anunció “…un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” (Gettysburg, 19 de noviembre de 1863), y Marx identificó con el progreso
(carta a Lincoln, enero de 1865)?
Quizás hubo otros resortes a más de los “lógicos y racionales
. Como fuere, se nos dijo que el espíritu del norte capitalista, democrático y liberal, había derrotado el espíritu supremacista del sur esclavista y feudal. Una estimación que Walt Whitman (quien algo sabía de los oscuros resortes de su pueblo) ponderó con menor alegría y entusiasmo.
Librada contra sí mismos, la guerra civil fue la única que ganó Washington. El resto, las perdió. Desde la gran batalla de Little Big Horn contra los siux y cheyennes (25 de junio de 1876) hasta la del Valle del Drang, en Vietnam del Sur (18 de noviembre de 1965). Batallas en las que George Custer y Harold Moore, jefes del mítico séptimo regimiento de caballería, mordieron el polvo de la derrota.
Luego Hollywood contó la historia a su modo, reclutando a generales de mentiritas: Erroll Flynn protagonizó a Custer en Murieron con las botas puestas (1941), y Mel Gibson a Moore en Éramos soldados (2002). Pero Nacimiento de una nación (D.W.Griffith, 1915) y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) hicieron un fracking en el imaginario popular.
El guión de Griffith incluyó al presidente demócrata Woodrow Wilson (Nobel de la Paz 1919) diciendo: El Ku klux klan es un verdadero imperio para proteger nuestro territorio en el sur
. Y Fleming pegó en el target con el nostálgico novelón de Margaret Mitchell, que transcurre durante la guerra civil en la castigada ciudad de Atlanta, capital del estado de Georgia.
El día del estreno de Lo que el viento se llevó (15 de diciembre de 1939), el gobernador de Georgia declaró feriado en todo el estado. El ayuntamiento de Atlanta organizó un festival de tres días, las calles de la ciudad se engalanaron, los ciudadanos se vistieron con trajes de época.
Llorando de emoción, millares de nietos de soldados confederados aplaudieron rabiosamente a Scarlett O’Hara (Vivien Leigh) cuando en la escena final dijo: Aunque tenga que matar, engañar o robar, a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre
.
Pero los actores negros de la película no fueron invitados al estreno. Ni siquiera Hattie McDaniel (Mommy, sirvienta de Scarlett), nominada para el Óscar. Cundió la indignación, sesudos debates académicos trataron sobre el racismo y Mommy fue criticada por su bajo nivel
de conciencia. A lo que comentaba: Prefiero actuar de sirvienta y ganar 700 dólares a la semana, que ser una sirvienta y ganar siete
.
Abriendo el paraguas, Hollywood convirtió a Mommy en la primera actriz negra que recibió la preciada estatuilla. Y a las buenas conciencias liberales les dio Casablanca (Michael Curtiz, 1941).
En Casablanca uno podía identificarse con Rick (Humphrey Bogart), el alcohólico y amargado que había peleado en España junto al bando republicano, y Víctor Laszlo (Paul Henreid), líder de la resistencia checa, torturado por los nazis. ¿Adivinen con quién me identifiqué?
Oremos. A 99 años de la gran revolución que prometió salvar al mundo, una gran contrarrevolución acaba de empezar, y miríadas de almas en pena que se preguntan, frente a un cósmico hoyo negro, si el gorila Donaldis desciende del mono Adolfis o viceversa. ¿Y qué del dialéctico donaire de Melania Trump al andar, mientras esta ordalía perfecta pegaba el tiro de gracia al American dream? ¡Qué cadencia!
El arco completo del gremio liberal pensante subestimó la profecía de los Simpson cuando anunciaron la llegada de Donald Trump en Bart al futuro (19 de marzo de 2000). ¿Ficción, realidad? La verdadera discriminación consiste en separar alta
y baja
cultura. Porque el único muro realmente existente en Estados Unidos es el muro mental que los Trump erigieron durante 240 años.
En Casablanca me identifiqué con la ingenua Ilse Lund (Ingrid Bergmann), partida entre dos amores: Rick y Victor. Y que al final tomó el avión con el menos conflictivo y más civilizado. ¿Le habrá ido bien?