Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La burbuja liberal
D

e entre los velos grises de la depresión que causó el triunfo de Donald Trump en los medios liberales de Estados Unidos, se asoma ahora la conciencia de las élites ilustradas del tremendo error que cometieron al creer que los demás piensan que lo que es bueno para ellas es bueno para todos. El 89 por ciento de los electores en la isla de Manhattan votaron por Hillary Clinton. Con porcentajes como éste es fácil equivocarse. Además, tomaron la atmósfera en que vivieron ellos la campaña presidencial como indicador de los resultados de la votación general. En consecuencia, podían dormir tranquilos. Todo el mundo estaba con Hillary y votaría por los demócratas. Pero no fue así. El resultado fue una sorpresa que tomó desprevenidas a las élites liberales. Fue una trumpada en la cara de estas minorías que ahora caen en cuenta de que viven en una burbuja.

Conste que no hablo de élites de dinero. Los intereses de los millonarios están garantizados para los próximos ocho años –para hablar como el republicano, que antes de tomar posesión ya se refiere a su relección– por Trump, que es su representante y prácticamente su agente. Aquí hoy me refiero a las minorías universitarias, académicas, artísticas, que, ensoberbecidas, interpretaron como nacional una realidad que no comparte más de 40 por ciento del electorado estadunidense.

Algo similar ocurrió en 1948, cuando Harry Truman compitió por la Casa Blanca con el gobernador de Nueva York, Thomas E. Dewey, un candidato más joven que él, más educado, egresado de la escuela de derecho de la Universidad de Columbia, para quien la experiencia en la gubernatura había sido un buen entrenamiento administrativo y político para ocupar la presidencia. En cambio, Truman había llegado a esa posición por un accidente: el fallecimiento del presidente Roosevelt. Provenía de Lamar, una pequeña ciudad de Missouri, y había crecido en una granja cerca de la ciudad de Independence. No tenía educación universitaria, aunque creo que había leído todos los libros de la biblioteca pública de su pueblo. Según un comentarista de la época, la diferencia de estilo entre estos candidatos era como de cuatro décadas. Uno era el político moderno de la posguerra, el otro un provinciano pasado de moda; uno era el tostador de pan del que brincaba la tostada, y el otro la estufa de carbón. En la competencia Truman/Dewey, los periodistas y los académicos estaban convencidos de que el ganador sería quien más se les parecía, y ése fue el que perdió.

Este fragmento de la historia política de Estados Unidos me hizo pensar en el antielitismo que mostraron los votantes de Trump, y él mismo –en un acto de campaña gritó: ¡¡¡cómo quiero a los no educados!!!–, y que no es circunstancial, sino más bien rasgo distintivo de la cultura política de un amplio sector de la población. A mi manera de ver, una de las revelaciones más dramáticas de la elección presidencial del pasado 8 de noviembre fue la distancia abismal que separa a esos grupos minoritarios de una buena proporción de la población estadunidense, las clases medias, medias y bajas blancas que han sufrido los costos de la globalización y que entienden la raza como el único privilegio que les queda en la vida. En una sociedad tan profundamente herida por el tema racial, la vigencia que ha cobrado la supuesta superioridad blanca es aterradora.

También ha quedado claro que –al menos en Estados Unidos– los posgrados universitarios, la alta cultura, no son necesariamente considerados –como entre nosotros– un capital ni un envidiable tesoro. El valor que la sociedad estadunidense le atribuye es inferior al que, en cambio, le merece el aventurero, el explorador, el colonizador, el conquistador. Truman no era nada de eso, pero tenía los pies bien plantados en la tierra y hablaba con una franqueza que no conocía de exquisiteces. Muchos eran los americanos promedio que podían identificarse con él. Habrá que reconocer a Trump la capacidad para desarrollar empatía con un público que está a billones de dólares de distancia de su persona.

A diferencia de México, y de la mayor parte de los países de América Latina, Estados Unidos no es un país de élites. Alexis de Tocqueville lo vio muy bien, y entendió que la democracia es un asunto de multitudes y no de minorías privilegiadas. Lo que vimos el pasado 8 de noviembre fue esa democracia en acción, y a la mayoría rabiosa mostrando el tercer dedo a las minorías.