Siempre de milpa
n la segunda mitad del siglo XX, la dependencia de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) fue comisionada por el neoliberalismo en ascenso para sustituir los policultivos tradicionales de los pueblos del mundo por monocultivos de sus cereales básicos, con la supuesta meta de acabar con el hambre. Apologista de la revolución verde con base en semillas mejoradas por laboratorios con colmillos que, por casualidad, también producían fertilizantes, herbicidas y plaguicidas, no advirtió a los campesinos que al cabo de tres años necesitarían también estos productos. Fue sembrado arroz en África, que sufría largas sequías, sorgo donde la capa superficial de tierra era muy delgada y maíz amarillo o blanco envenenó el suelo y los mantos acuíferos.
Mexicanos, entre otros universitarios del mundo, se dejaron engañar y convencieron a campesinos de destruir sus milpas, tal vez no sin pena, pues en ellas, además del maíz, que es su centro botánico y simbólico, trepa por la caña el frijol dejando colgar sus vainas, a sus pies se extienden cucurbitáceas (calabazas, chayotes) que impiden la evaporación del agua y el crecimiento de hierbas nocivas, pero sin impedir alzarse los quelites (hierbas comestibles); en sus límites se siembran, donde les pegue el sol, variedades de tomates y chiles, o cítricos, cafetos, cactáceas útiles (nopales, magueyes) según se cultiven las milpas en valles, bosques fríos, zonas semidesérticas, pantanos e incluso en arenas salinas. Sin contar otros vegetales e insectos y animales de milpa que complementan la dieta humana.
Durante las décadas que México tuvo soberanía alimentaria y exportó maíz, ésta era la forma más extendida de cultivarlo. ¿Quién y cuándo dijo que la milpa no era productiva en comparación con el tonelaje por hectárea cultivada con semillas mejoradas en monocultivo? ¿Por qué, aparentemente, no se le ocurrió a nuestros agrónomos comparar el tonelaje por hectárea de masa alimenticia generado por la milpa, con la productividad del monocultivo y constatar que la tecnología mexicana milenaria era superior para combatir el hambre? Sin mencionar su superioridad en cuanto a protección ambiental y uso del agua.
Luego, y como si no tuviera nada que ver la sustitución de la milpa por los monocultivos de maíz y de frijol, salió de la cartera neoliberal el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) mediante el cual se exigió a México abandonar los subsidios del Estado a la producción del maíz y frijol, entre otros productos que eran no sólo la principal fuente de nutrición del pueblo sino de los ingresos de las comunidades campesinas e indígenas. Curiosamente, Estados Unidos no dejó de subsidiar a sus agricultores y particularmente a quienes producen justamente maíz y frijol, cuyos costos de producción y eliminación de aranceles los pusieron en el mercado mexicano a menor precio que los producidos en México. Esto y el hecho de que los campesinos vieron disminuir el rendimiento de las semillas mejoradas al cabo de tres años, constatando que ya no había excedente del consumo familiar para comprar lo que otrora produjera la milpa, sin recursos para adquirir fertilizantes químicos (la milpa reciclaba sus elementos no aprovechados) ni insecticidas (función que cumplían los chiles) fueron abandonando el campo para poblar los cinturones urbanos si no conseguían emigrar hasta Estados Unidos o Canadá, con las consecuencias inhumanas que sabemos.
A este alegato se han unido cada vez más ciudadanos y estudiosos, desde que propusimos en estas páginas, en febrero de 2002, la importancia de aprovechar la condición vinculante de una declaratoria de la Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura de Naciones Unidas sobre la comida mexicana como patrimonio intangible para sacar del TLCAN nuestros maíz y frijol, devolviendo a las milpas su papel nutricional, culinario y cultural. Porque el TLCAN es un eslabón de un círculo perverso en la acumulación de capital, a saber: el desempleo y subempleo que creó en millones de personas causó enfermedades y hambre, las que se palian astutamente mediante la industria farmacéutica trasnacional y la de comestibles chatarra, los que son accesibles con un mínimo poder adquisitivo pero tienen suficiente valor calórico para mantener disponible la fuerza de trabajo temporal. Una globalización del consumo que permite llegar a su etapa final la acumulación del capital invertido en el sector alimentario. Aprovechemos el tambaleo del TLCAN propiciado por Donald Trump; sería un crimen moral defender el neoliberalismo.