ras la serie de derrotas y tropiezos experimentados en el ámbito de la política doméstica, el gobierno de Donald Trump endurece sus posiciones en los frentes externos. El secretario de Estado, Rex Tillerson, en vuelo hacia Moscú, lanzó una destemplada advertencia al gobierno de Vladimir Putin, en el sentido de que debía escoger entre aliarse con Washington o con Damasco, en referencia a la reiterada postura de Moscú de respaldar a Bashar al Assad en el conflicto de Siria y en el más reciente ataque con armas químicas ocurrido en esa guerra, cuya responsabilidad se atribuyen mutuamente el régimen sirio y los rebeldes apoyados por Estados Unidos. Por su parte, el fiscal general del país vecino realizó una visita a un punto de la frontera común con México, desde donde formuló una expresión ominosa: “Aquellos que siguen intentando ingresar de manera ilegal en este país –dijo– están advertidos: esta es una nueva era, esta es la era de Trump”, en referencia a un endurecimiento en la persecución contra los migrantes indocumentados.
Para poner esta escalada en perspectiva, es pertinente considerar que, en la política interna estadunidense, Trump y su equipo han sufrido importantes derrotas, como la incapacidad de demoler en el Congreso la política de salud forjada por Barack Obama, la imposibilidad de lograr un triunfo judicial a corto plazo contra las ciudades santuarios que se rehúsan a aplicar las medidas antimigratorias que exige Trump y el empantanamiento, por falta de fondos, de la consigna de campaña de construir un muro a todo lo largo de la línea fronteriza mexicano-estadunidense.
Por lo demás, el propio Trump y varios de sus colaboradores y ex colaboradores cercanos siguen bajo acoso judicial por los crecientes indicios de que mantuvieron contactos ilegales con el gobierno ruso cuando el magnate aún no había ganado la elección presidencial de noviembre pasado. Para colmo, la administración Trump sigue sumando puntos en contra en la opinión pública debido a los dislates del jefe y sus colaboradores. La más reciente muestra de esa extremada torpeza declarativa corrió a cargo del propio vocero presidencial, Sean Spicer, quien en el afán de denostar al presidente sirio declaró que ni Hitler cayó tan bajo como para usar armas químicas
, acaso sin darse cuenta de que con semejante aserto emparentaba a la actual administración con los negacionistas de la barbarie hitleriana, es decir, de los pronazis.
En este contexto, es claro que al actual ocupante de la Casa Blanca le urge dar la impresión de lejanía y hasta de beligerancia ante Moscú, así como agitar el patrioterismo y el chovinismo de su electorado mediante demostraciones de fuerza militar, como la que realizó con el reciente bombardeo sobre una base aérea siria y las bravuconadas navales ante Corea del Norte, así como mediante aspavientos amenazantes en la frontera sur.
Desde luego, el hecho de que los recientes gestos de política exterior de la superpotencia parezcan medidas básicamente escenográficas –nada nuevo en Trump–, ello no significa que no resulten extremadamente peligrosas en el enrarecido contexto internacional del presente, y no hay certeza posible de que la farsa pueda volverse tragedia; para mayor precisión, una tragedia de dimensión mundial.