l fenómeno de la corrupción en los ámbitos de gobierno tiene vieja historia en casi todos los países del mundo, aunque ha sido a lo largo del reciente cuarto de siglo cuando ha alcanzado proporciones de escándalo. Es raro el día en que no se den a conocer, tanto en naciones llamadas desarrolladas como en aquellas que todavía se encuentran lejos de esa condición, casos en los que multitud de medidas políticas y económicas se adoptan no en función del interés colectivo, sino de funcionarios que aprovechan sus cargos para ingresar, al término de su mandato, en el exclusivo mundo de los millonarios.
En América Latina, donde las prácticas corruptas a escala gubernamental se han convertido en moneda corriente, los turbios manejos de la constructora brasileña Odebrecht y su vinculación con distintos gobiernos de la zona están demostrando –desde 2014, cuando se dieron a conocer las primeras irregularidades– la extensión y la profundidad que la corrupción tiene en la esfera de la gestión oficial. Pero a la vez está poniendo en evidencia un hecho que los ciudadanos, con la mirada puesta en sus autoridades, a menudo tienden a olvidar: que la corrupción pública se alimenta en gran parte de fondos privados.
La corrupción tradicional
se manifiesta mediante el saqueo de los fondos del Estado, que en su origen pertenecen a los contribuyentes; la variante en esta ocasión encarnada por Odebrecht, en cambio, tiene lugar por medio de recursos que pasan de manos de particulares a las de personajes que ocupan un estratégico puesto público, en lo que constituye una especie de inversión que producirá jugosos réditos mediante la adjudicación de licitaciones, exenciones fiscales, permisos de operación o algún otro beneficio disfrazado de concurso bien ganado.
Así las cosas, no es casual que esta forma de corrupción se haya intensificado en años recientes, cuando el modelo que privilegia la libre empresa y la asunción por la iniciativa privada de las funciones propias del Estado llevó a cabo su consolidación. Si la columna vertebral del modelo pasa por el empleo irrestricto del capital –es el razonamiento subyacente–, ¿qué impide usar éste para comprar
el derecho a operar bienes y servicios o a obtener ventajas competitivas? En un sistema en el que desregularizar es la norma, convertir las regulaciones en un producto de mercado no parece demasiado censurable, aunque haya que hacerlo furtivamente.
Una pregunta se impone: ¿es Odebrecht un caso único, un episodio excepcional o, por el contrario, se trata sólo de la clásica punta del iceberg que esconde bajo el agua la mayor parte de su volumen? Por lo pronto, con presencia en 27 países, según investigaciones recientes, la empresa con sede en Salvador de Bahía, Brasil, ha entregado aportes a intermediarios
(elegante eufemismo por sobornos
) a funcionarios en Argentina, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Perú y Venezuela, más algunos países de África.
Y probablemente sea una ingenuidad pensar que ahí se agota su caudal de operaciones.