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ugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia
, dice el inolvidable inicio de La vorágine, aquella novela que hace casi un siglo (1924) publicó el colombiano José Eustasio Rivera, inmortal desde entonces.
La violencia que en México nos envuelve sin ley y sin piedad se desencadenó como un turbión que recorre tierras, aguas, aire, todo el territorio de la nación, cuando la casta gobernante –Ellos
, como los llama el pueblo– se jugó a los azares del mercado financiero mundial, por definición sin otra ley que la ganancia, lo que era el corazón y el alma de la Constitución de 1917: el artículo 27, piedra angular de toda la estructura jurídica alzada por los constituyentes de aquellos años de fuego.
Este artículo, en su versión de 1917, establecía la propiedad originaria, inalienable e indivisible de la nación sobre el suelo y el subsuelo de todo su territorio. Esta estructura jurídica conceptual era heredera explícita de las Ordenanzas de Aranjuez, dictadas en 1783 por Carlos III, rey de España, según las cuales las minas en el subsuelo de la Nueva España podían ser concedidas para su explotación a particulares, pero sin separarse del Real Dominio. La nación mexicana fue la heredera universal de los derechos de la corona, y así los reivindicó en su constitución.
El artículo 27 indicaba esta propiedad originaria como un elemento constitutivo de la soberanía nacional, y así lo invocó el presidente Lázaro Cárdenas en 1938 como sustento jurídico inalienable de la expropiación petrolera y la reforma agraria ejidal. En esta arquitectura jurídica y conceptual suelo y subsuelo son propiedad de la nación, mientras el campesino ejidatario detenta la tenencia y el capitalista sólo la concesión, mientras renta agraria y renta minera tocan a la nación.
Era el sustento material y jurídico de la soberanía nacional –esta es nuestra casa y esta es nuestra ley– y una de las condiciones para su ejercicio sin hipotecas ni restricciones, por la comunidad nacional como un todo y por el Estado que a esa comunidad pertenece y se debe.
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Desde el sexenio de Miguel de la Madrid esta arquitectura jurídica fue destruida para abrir paso al Gran Dinero, al capital financiero entonces emergente como la parte más dinámica y poderosa de los capitales nacionales: industriales, comerciales, agrarios. Desde los años 70 del siglo XX una corriente de economistas de izquierda –entre ellos Ernest Mandel, conocedor de México– estaba planteando este surgimiento poderoso de un capital financiero mexicano por entonces aún en embrión.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985, que paralizó al gobierno federal mientras el pueblo salía al rescate de su propia gente entre las ruinas, fue como una rebelión de la naturaleza con el escenario del pacto diabólico de ese dinero sin tierra y sin ley que se convertiría desde el sexenio sucesivo en amo y señor del territorio de esta nación que no es suya, sino del muy antiguo pueblo mexicano.
La narcoindustria produce esencialmente para el mercado internacional. Allí están sus enlaces, sus grandes consumidores, su amplio mercado y sus finanzas. Su ámbito de trasformación de dinero ilegal en capitales legales está sobre todo en la opacidad del sistema financiero internacional, en cuyo mundo se mueven y pertenecen las finanzas mexicanas. Como submundo ilegal y poderoso necesita, igual que en Italia, en España o en Estados Unidos, una cobertura protectora en los mundos de la política y de la seguridad. Son múltiples los estudios y más aún las investigaciones noveladas que describen este universo.
Nuestro colega el Astillero habló en estos días, por televisión, de la gran descomposición nacional
en que este entrelazamiento entre narcoindustria, finanzas, mercados y política nos ha sumido. Habló también de la subordinación de buena parte del periodismo a las imposiciones, las exigencias y los espacios de ese poder, siempre presente e invisible como una gran desgracia
, como decía Pablo Neruda en aquellos entonces.
No podemos ubicar el corazón de esta vorágine de violencia y desintegración solamente en la corrupción que prolifera en el mundo de la política. Este es, por hoy, un mundo subordinado al del gran dinero y, sobre todo, al gran dinero que no puede decir su nombre, a las finanzas clandestinas que se funden, casi invisibles, en la gran corriente financiera legitimada por las leyes, la economía, los capitales y las costumbres.
La corrupción es un subproducto, no un origen de la vorágine que nos arrastra. El capital financiero, al cual la vertiginosa revolución tecnológica, uno de cuyos productos es la digitalización, ha dado los instrumentos para tomar el mando de la economía, la política, la comunicación, los proyectos educativos y, last but not least, las tecnologías, las doctrinas, el destino y el uso de los ejércitos y las fuerzas armadas. Hoy su empresa es subordinar los vastos mundos de la vida a su comando y a sus fines ciegos e impersonales. Y no es perversión, sino la forma y el destino del Gran Dinero en el cambio de época que estamos viviendo en este siglo XXI.
¿Qué estaba indagando Javier Valdez cuando lo mataron? ¿Se había aventurado en este infierno de relaciones perversas en crecimiento, en el cual se cruzan los feminicidios, el tráfico de seres humanos, las innumerables fosas clandestinas? ¿Había empezado a tocar, como antes lo había hecho, regiones sensibles de ese universo opaco y poderoso?
No sabemos. Mientras tanto un espeso velo sigue cubriendo a los responsables y los ejecutores de Ayotzinapa, de Atenco, de Nochixtlán, de toda la doliente geografía de las desaparecidas y los desaparecidos y las fosas clandestinas en el territorio nacional.
De estas dimensiones, de estos peligros, es el desafío que enfrentó Javier Valdez con calma, paciencia y osadía. Nos lo ha heredado. Seámosle fieles, cada uno y cada una al modo que le digan su leal saber y entender, su oficio y su alma. Y por sobre todo tratemos de conocer y de comprender, no tanto la visible y terrible apariencia, sino sus secretas y extensas esencia y presencia.