onocí al embajador Miguel Marín Bosch en el otoño de 2013 en Nueva York. Me recordaría divertido que la universidad en la que yo comenzaba a enseñar (Wesleyan) había rechazado su ingreso más de medio siglo antes y tuvo que conformarse
con estudiar en la vecina Yale. Historiador de formación, con el tiempo se doctoraría en Columbia.
Habíamos entrado en contacto meses antes de aquel primer encuentro en persona. El motivo era su padre: el profesor Miguel A. Marín Luna había desempeñado un puesto importante para el tema de mi tesis doctoral, entonces en desarrollo, y que despertaba gran interés en él por motivos personales y profesionales.
Aquella fría jornada neoyorquina me invitó a comer. Le recuerdo esperando parsimoniosamente junto a la entrada del Oyster Bar de Grand Central, con una puntualidad más propia de los relojes suizos (Ginebra fue otro de los escenarios fundamentales en su trayectoria) que de la concepción mexicana del tiempo. Una de las primeras cosas sobre las que hablamos fue el papel de los medios de comunicación en el mundo actual. Me comentaba su incomprensión ante la falta de curiosidad que había percibido en numerosos jóvenes que no se preocupaban en ponerse diariamente al tanto de la actualidad.
Vivía a caballo entre la Ciudad de México y Nueva York, ciudad que adoraba en un país que le disgustaba. En aquella ocasión su estancia obedecía a una doble motivación: consultar los archivos de la Organización de Naciones Unidas –en unos días cuando se celebraba la Asamblea General anual– y asistir a un partido de béisbol, pasión heredada de sus años estadunidenses.
Desde aquella primera cita, de muy prolongada sobremesa, me impresionaron tanto su intelecto como su forma de plasmarlo. Ideas perfectamente complejizadas previamente, transmitidas mediante un lenguaje claro y directo. Sin pretensiones dialécticas. Mostraba asimismo una capacidad de escucha que emanaba de un profundo respeto por el interlocutor. Y en nuestra relación era de valorar especialmente la horizontalidad, sin matices de edad ni asomos paternalistas de tipo alguno. Siempre me trató como par, pese a que estuviese más cerca de triplicarme que de doblarme la edad. A partir de mi incorporación a la Universidad Nacional Autónoma de México, hace algo más de dos años, retomamos el contacto directo y los encuentros.
De formas impecables, era a la par capaz de repartir las críticas más mordaces y ajustadas para cada quien. Nunca gratuitas, pero tampoco piadosas. La autocensura no existía en el diccionario personal de don Miguel. Me contaba que su mujer no quería que publicase sus memorias (ultimadas, pero que no han visto la luz), pues podía perder los amigos que le quedaban. Pero tras su carácter latía una profunda empatía humana que asomaba tímidamente en el plano individual y se proyectaba en sus interpretaciones de la vida en colectividad. Una dualidad que se reflejaba también en su rostro, en el cual se combinaba una mirada triste con una expresión entre divertida y esperanzada.
Fue un internacionalista convencido y practicante. Un abogado fiel, a fuer de crítico, del multilateralismo y sus implicaciones en la configuración de la sociedad internacional. Un realista defensor del idealismo, con su brega en pro del desarme –desde su activo papel en el Tratado de Tlatelolco, al lado del futuro Nobel Alfonso García Robles, hasta su última iniciativa, Desarmex–, sin dejar de escudriñar de forma realista los hechos, como muestra su labor cuantitativa y análisis crítico en su clásico Votos y vetos en la Asamblea General de las Naciones Unidas. No se hacía grandes ilusiones, pero creía que menos podían hacérselas aquellos monoteístas del pragmatismo y la realpolitik. Creía en el multilateralismo como vía para no resignarse a la autodestrucción de la especie humana –especialmente por la pesadilla nuclear
que la acompaña desde 1945–, previo camino plagado de tragedias e injusticias intolerables.
Resultaba un placer escucharle rememorar con profundo respeto a Isidro Fabela o a Julio Álvarez del Vayo, con diversión a Fidel Castro, con mezcla de burla e indignación a Jordi Pujol o con maliciosa ironía a Vicente Fox. Más allá de las anécdotas –sobre cuyo relato ejercía un verdadero magisterio–, el criterio aplicado al juicio de cada personaje era de un sólido rigor, para bien o para mal.
Su último trabajo refleja su experiencia de cónsul de México en Barcelona. Me lo envió recientemente de cara a ser integrado en un libro colectivo editado por quien esto escribe. Me da envidia su actividad académica
, me escribía. En los últimos tiempos le frustraba su delicada salud, aunque luchase por evadir el tema ayudado por su vitalidad intelectual. Racional y consecuente, pidió que no se avisase de su fallecimiento ni se organizasen homenajes. Ciertamente, estos hubiesen estado por debajo de lo merecido. De la capacidad del embajador Marín no se sacó un provecho acorde con la misma; como suele ocurrir, la mediocridad -con sus bajas ambiciones, su permanente autodefensa y amparo en usos burocráticos y corporativos- prevaleció en los focos por encima del talento. Quienes le conocimos de cerca, por fortuna para nosotros, nos vimos enriquecidos.
La influencia de don Miguel ha sido determinante en numerosos aspectos, profesionales sobre todo, pero no solamente. En poco tiempo se convirtió en una de mis dos grandes influencias directas en el análisis e interpretación de los problemas internacionales. Pero hubo también lugar para orientaciones útiles (nunca en formato de consejo) sobre la vida en Estados Unidos y en México, sobre la vida académica y sobre la vida en general.
*Doctor en historia por la Universidad Complutense de Madrid, es profesor investigador del Instituto de Estudios Internacionales Isidro Fabela de la Universidad del Mar (Huatulco, Oaxaca). Es autor del libro Inseguridad colectiva: La Sociedad de Naciones, la guerra de España y el fin de la paz mundial (Madrid, Tirant lo Blanch, 2016).