a más de una semana no cesa la rabia por tu asesinato, querido Javier Valdez Cárdenas. Por el contrario, se extiende, se disemina, desborda las fronteras de México. Será porque tu nombre es también los nombres de Miroslava Breach, de Rubén Espinosa, de Regina Martínez y de tantos otros informadores que han sido víctimas de la delincuencia organizada y de la política oficial de seguridad pública. Tal vez tu muerte se convierta en un símbolo sintético de todas esas otras muertes, así como la desaparición forzada de los 43 muchachos normalistas de Ayotzinapa encarna y representa la inaceptable pesadilla de decenas de miles de desaparecidos.
Releo tus textos, Javier, y confirmo la perseverancia y la convicción con la que identificaste el binomio gobierno-criminalidad como fuente de los peligros de la profesión. La referencia viene al caso ahora que el régimen ha mandado a la jauría de sus voceros extraoficiales a exculparlo y, de paso, a señalar a periodistas independientes y honestos como supuestos promotores de campañas de desprestigio contra Peña Nieto y hasta como imaginarios “defensores de los narcos”. Recordé los tiempos en los que Héctor Aguilar Camín pretendía eximir a Felipe Calderón de toda responsabilidad por el baño de sangre que desató su guerra
y pedía a todo aquel que quisiera opinar al respecto que dejara de molestar al Señor Presidente y que mejor fuera con los delincuentes a decirles hijos de puta
.
Vaya. Desde que el michoacano impuso su disparate sangriento las voces oficiales y las oficiosas arguyeron que la violencia bélica (es decir, la que administran las fuerzas armadas) resultaba indispensable para extirpar el cáncer
, no sólo por el poder de fuego que había acumulado el tumor sino también porque las corporaciones policiales carecían de profesionalismo y preparación, y además estaban corrompidas. Se admitía tácitamente que esa violencia bélica sería provisional y que se aplicaría en tanto las policías de los tres niveles eran saneadas, disciplinadas, entrenadas y equipadas para hacer frente al flagelo.
Once años después, el régimen y sus corifeos tratan de legalizar la participación de los militares en la recuperación de la paz pública con el argumento de que la policía no es lo suficientemente profesional, no está lo suficientemente preparada y además es corrupta. O sea que durante más de una década (en seis años de Calderón y en cuatro y medio de Peña Nieto) los poderes federales y estatales no hicieron maldita la cosa, o peor: que prohijaron la fusión entre policía y delincuencia, como ocurrió en la Veracruz de Javier Duarte, en la Puebla de Rafael Moreno Valle, en el Nayarit de Roberto Sandoval, en el Guerrero de Ángel Aguirre y en otras entidades.
Pero ese asunto de policías y delincuentes es sólo la consecuencia última de una política económica que transita sin novedad ni cambio sustancial del salinato al peñato y que ha convertido al crimen organizado en un sector de la economía por derecho propio; del ejercicio del poder público entendido como un latrocinio institucionalizado, en el que no se puede tocar a los engranajes de abajo sin descoyuntar al mecanismo completo; de un desprecio sistemático a las necesidades de la gente y de una omisión pertinaz en el cumplimiento de las responsabilidades elementales del Estado.
De los criminales no cabe esperar sensatez ni buenos sentimientos; eso sería como reclamarle al despachador de un McDonalds que ignore los principios de la buena nutrición. De hecho, la sociedad no debería entablar relación alguna con la delincuencia porque para eso –se supone– están las instituciones: para prevenir el delito, identificar a sus presuntos responsables, capturarlos y presentarlos al juez a fin de que éste determine su culpabilidad o su inocencia. Si hay que marcar un número para delatarlos, si hay que acatar sus órdenes –pagar derecho de piso, publicar o callar ciertos hechos–, si hay que ponerse a buscar los huesos de seres queridos, si hay que ubicar al asesino de una hija o si sólo queda el camino de agarrarse a balazos con ellos –como lo intentaron los autodefensas michoacanos–, entonces estamos ante la evidencia de que, por estupidez, por maldad o por ambas cosas, las autoridades formales no han hecho su tarea y han fallado, y se empecinan en seguir fallando. Hasta donde vamos, ese fallo le ha costado al país 140 mil muertes, más decenas de miles de desaparecidos, más innumerables familias destruidas, más pueblos desiertos, más poblaciones desplazadas.
Y es por eso, querido Javier, que no cesa la rabia por tu muerte.
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