En 2014 protestó en su pelea por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa
Lo peor que le puede pasar a los migrantes mexicanos es que los deporten, volver a todo aquello que los expulsó: el deterioro social, político y económico, la barbarie, afirma el boxeador sinaloense
Miércoles 24 de mayo de 2017, p. a13
Una noche de noviembre de 2014, el sinaloense Raymundo Beltrán subió al cuadrilátero con la intención de bajar como campeón. No pudo contra Terence Crawford. Pero no desaprovechó la ocasión para tomar una postura pública, dos meses antes, la desaparición forzada de 43 estudiantes de la normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Guerrero, dejó uno de los registros más sombríos en México. En un espectáculo donde lo más común es llevar propaganda pegada en los calzoncillos, Ray lució un enorme 43 junto a un moño negro. Fue su protesta personal y silenciosa ante un caso que no deja de indignarle.
Pasaron más de dos años desde aquella noche. El sábado reciente Ray noqueó de manera brutal al peruano Jonathan Maicelo para ganar el derecho a buscar otra vez el campeonato del mundo en peso ligero. Pero desde la pelea en la que llevaba un enorme 43, cuenta a La Jornada, México está cada vez peor.
No se conoce el destino de aquellos estudiantes de Ayotzinapa, la investigación del caso está empantanada en las aguas lodosas de la impunidad, la cifra de asesinatos relacionada con la violencia en los pasados 10 años rebasó las 100 mil muertes y alrededor de 30 mil desapariciones forzadas. Un escenario que Ray mira desde Phoenix, Arizona, a veces con pena, otras, con rabia, y siempre con la decisión de no volver jamás.
No se puede confiar en las autoridades
México ya está muy jodido y sin remedio. Da coraje verlo así
, dice con ese acento seco que se hornea en las altas temperaturas del norte del país. Y no lo digo en mala onda, pero es que con tanta violencia, no hay ni adónde moverse y ni siquiera se puede confiar en las autoridades
.
Cuando mostró aquel mensaje en la faja de su calzoncillo sintió que había aportado algo, mínimo si se quiere –dice–, pero sentía que de alguna manera se solidarizó con los padres de esos jóvenes, con el sentir de un país, al menos. El mensaje tuvo buena aceptación tanto en México como en Estados Unidos. Claro –dice como si fuera inevitable– también hubo una minoría casi insignificante que lo criticó por llevar ese mensaje alusivo a los estudiantes de Ayotzinapa. Lo acusaban de querer llamar la atención, de oportunista.
¿Cómo iba yo a querer llamar la atención con eso? Pero nunca faltan personas que ven cosas raras cuando alguien protesta. Fue mi manera de ponerme en los zapatos de gente de mi país que sufría por una injusticia, sobre todo cuando estoy lejos.
Esa distancia lo atrae y lo repele. Le duele lo que mira desde lejos, al tiempo que siente impotencia ante ese rumor espeso que le llega hasta las áridas tierras de Arizona, donde vive desde hace 20 años. Llegó para mejorar la vida con su familia, escapando de un clima social asfixiante en Mochis, Sinaloa, estado que –recuerda– siempre tuvo presencia del narcotráfico, pero en el que se podía más o menos vivir. No como ahora
.
Cruzó con su familia en auto, por el desierto de Sásabe hasta Phoenix. Ahí se instaló desde entonces. Cubrió toda la ruta del empleo no calificado que hacen los migrantes en Estados Unidos, sobre todo en restaurantes de comida rápida. Pero en el boxeo encontró la ruta de la superación.
Años sin papeles. Ahora tengo una visa de trabajo, pero estoy buscando hacerme residente, por mi trabajo y un historial ejemplar en mi comunidad
, confía. “Yo no vuelvo, a menos que me echen pa’fuera, porque el futuro no está en México”.
Porque se pregunta a qué puede regresar a un país al que con- sidera contaminado en todos sus niveles. A qué voy a volver, si el narcotráfico contaminó todo, ahora va de la mano con el gobierno. En algunas partes si algo te pasa no puedes acudir con la policía, porque trabajan para ellos
.
Ando sin miedo
Lo peor que le puede pasar –piensa– a los mexicanos que cruzaron a Estados Unidos huyendo del deterioro económico y social, de la barbarie, es que los deporten, volver a todo aquello que los expulsó.
Ray relata que con la llegada de Donald Trump a la presidencia ese miedo se ha propagado entre la comunidad de migrantes.
Yo no ando con miedo, porque uno no puede vivir así, pero entiendo ese temor. Yo pienso que no pueden echarnos a todos, porque somos el motor de la economía, las cosas están duras acá, y pueden ponerse peor, pero nos necesitan
, se consuela Ray.
Sí, como que parece que hay más prejuicios hacia nosotros, pero yo no les doy importancia. Yo les digo que no me da tanto miedo Trump como esa clase media estadunidense, ignorante y rencorosa, esa me preocupa más.
Ray se ríe sin querer cuando habla de prejuicios, de estigmas de origen. Él, mexicano y sinaloense, con un aspecto algo feroz, que contrasta con su amabilidad, reconoce que su imagen y procedencia le ha generado algunos episodios que prefiere olvidar. No porque le avergüencen o eluda hablar con honestidad, sino porque prefiere restarles importancia.
“Por eso luego me encabrono cuando veo morros acá, payasos que se las dan de muy bra- vos, que oyen narcocorridos, puras estupideces, porque eso nos da mal nombre. Me da coraje, porque el que es valiente no anda haciendo ruido y ya de por sí cargamos con mucha mala imagen para andarla todavía festejando”, dice ofendido.
Ray, de 35 años, tiene la oportunidad de convertirse por fin en campeón del mundo. No quiere verlo como una última posibilidad en su vida. En su cabeza vibran las biografías de peleadores como Juan Manuel Márquez, quien a los 40 años noqueó a Manny Pacquiao, y Bernard Hopkins, quien con casi 50 era campeón de peso mediano.
No sé si daré un mensaje para mi próxima pelea por un campeonato mundial
, advierte Ray. Lo que sí puedo decirle a mi gente en México es que no se rajen, que no les quiten la esperanza, porque es lo único que nos queda
.