l periodo de José López Portillo fue simplemente increíble por los desastres sufridos por el país. Respecto de los órganos de inteligencia, quizá ningún suceso fue promovido por él personalmente, pero sí permitidos sin consideración ninguna. Sencillamente no le importaron. Lo más delicado, lo que desencadenó un desastre institucional, parte de su ceguera, fue el nombramiento en importantes cargos de familiares y recomendados de su camarilla.
Una hermana, Alicia, fue quien recomendó a Pemex comprar dos barcos gaseros belgas, impropios para puertos mexicanos, que hundieron a Jorge Díaz Serrano. Su otra hermana, Margarita, la más funesta, designada titular de la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC) de la Secretaría de Gobernación, fue temida y odiada por su actitud caprichosa y altanera. Durante su gestión se creó un comité de censura de los medios, principalmente de la televisión, lo que la convirtió en una cuasi presidenta del país, pues tomó el control de la televisión pública, del cine mexicano y de la mayoría de los medios de radio.
Lamentablemente, estos arrebatos de personalismo en materia de juegos de intereses –nada sucede en o sólo para el interés individual– siempre provocan efectos multiplicadores, las más de las veces nocivos. La administración pública en nuestro país suele moverse por hordas. Eso acontecía desde la estructura de la Secretaría de Gobernación, a cargo inicialmente del licenciado Jesús Reyes Heroles, quien nunca se ocupó de los recomendados presidenciales, simplemente los despreció; su seguidor, el profesor Enrique Olivares Santana, no actúo diferente.
Margarita, la hermana del Presidente, influyó en la nominación del titular de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), Javier García Paniagua. Con la misma codicia, nombró a Arturo Durazo Moreno, viejo policía judicial, reconocido corrupto, director de Policía y Tránsito del Departamento del Distrito Federal (DDF). Su mérito era ser viejo amigo de los López Portillo, en el barrio de la colonia del Valle de su juventud.
Para el final de ese gobierno, en 1982, y ya en un intenso proceso de franca descomposición, la situación de la seguridad pública y, en general, el tema de la seguridad nacional y la inteligencia política, eran un grave problema que a nadie interesaba más que por el poder y el dinero que redituaban. Desde entonces había una especie de repugnancia hacia el tema, sentimiento que se ha prolongado. Nadie lo entendía ni lo atendía con criterio de Estado. Tal vez fue la génesis del descontrol de abusos canallescos de estos tiempos.
Es importante no perder de vista cómo en aquellos años las bases fundamentales de la seguridad nacional y la seguridad pública estaban en manos de violadores de derechos humanos.
El pronóstico era necesariamente funesto con titulares en la DFS como Gutiérrez Barrios, De la Barreda, García Paniagua, Nazar y Zorrilla; la Policía Judicial Federal de la Procuraduría General de la República (PGR), con Florentino Ventura; Policía y Tránsito del Distrito Federal, con Arturo Durazo; la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia –antes Servicio Secreto–, con Francisco Sahagún Baca. Todos ellos, de haber vivido, hubieran terminado ante tribunales penales y en la cárcel, como Nazar y De la Barreda.
Si esta era la situación en la secretaría, que de algunas maneras debería ser una especie de cabeza de sector en materia de inteligencia, al estar a su cargo la seguridad interior, los desmanes en otras áreas, como PGR, Servicio Secreto del DDF y más, era impactante. Es en este contexto de libertinaje que las siempre discutibles funciones de vigilancia política
devinieron virtual criminalidad. De vigilar
a actores de supuesto riesgo para el Estado nacional, se pasó a la persecución de particulares, muchas veces con fines abiertamente de lucro o intereses políticos de personas o grupos.
El caso de Javier García Paniagua fue de paradigma. Desde la DFS él proyectó su pretendido acceso a la Presidencia de la República, pasando, como fue, por una secretaría de Estado y por la presidencia del PRI.
Ante el liderazgo de tales jefes, el pronóstico era de un previsible desastre político. Intervención de comunicaciones, postales, telegráficas y, por supuesto, telefónicas, que eran tecnológicamente los únicos en uso, fueron práctica común, más homicidios, desapariciones forzadas, torturas, extorsiones, compra-venta de drogas, de armas, asaltos, robos, violaciones, etcétera, se daban todos los días teniendo a esas dependencias como origen. Todo se sabía, no había secretos y todo se disimulaba.
Así se potenciaron la tolerancia sin límites, el disimulo, la impunidad y la corrupción. El gobierno se valió de criminales para enfrentar criminales. Esta fue la tesis de Gutiérrez Barrios: Son nuestro contacto más eficaz con el crimen
.
A los supuestos actores y promotores del orden, valedores del respeto a la ley y protectores de la nación, se les dio impunidad como la respuesta del gobierno no sólo para vigilar a toda disidencia, sino más grave aún, a todo individuo o grupo que no sirviera, ya no al interés nacional, ni siquiera al del gobierno en su conjunto, sino al interés de individuos voraces e inescrupulosos, todo ello como pago tolerante y ciego a sus supercherías.
En todo momento, la DFS y las policías que la rodeaban fueron administradas desde la perspectiva del dejar hacer y dejar pasar
, como medida para evitar enfrentar sus actos delictivos con la ley. Lo peor, lo históricamente demoledor, fue que esas policías, ante el deslave del comunismo, cambiaron de víctima. Mutaron de los perversos comunistas
hacia la lacia e indefensa sociedad. Se destapó la criminalidad oficial vía acción directa o mediante complicidades, disimulos rentables y complacencias de las policías con el crimen.
Los secretarios de Gobernación de López Portillo toleraron esas prácticas aviniéndose a las tolerancias del Presidente o a supuestas necesidades cotidianas de la secretaría. Sabían todo lo que sucedía en ella, nada ignoraron. Eran formas de ordenar sin hablar, o lo que ellos creían interpretar que era su deber. No pudieron o no supieron fincar un proyecto sustentable alternativo comprometido con la ley, que hiciera factible la defensa social, entendida como el deber de proteger, y no de perseguir y castigar. Esa fue su forma de entender las cosas. Se concibió entonces la idea muy concreta de que de seguirse por esa ruta el desastre político y sus consecuencias serían inevitables.
Esos nombramientos de López Portillo, además del equívoco en sí, condujeron a una gran disfunción que en los bajos niveles fue explotada y en los superiores nadie se comprometió con algún cambio. Sus secretarios de Gobernación, por tener poco espacio para oponerse, y por criterios propios sobre asepsia, sencillamente no se ocuparon de las intervenciones a las comunicaciones privadas. Simplemente dejaron hacer y dejaron pasar.
El inicio del desastre fue la designación, en 1976, de Javier García Paniagua al frente de la DFS. Sus antecedentes de rudeza y corrupción, características acreditadas, fueron el sello de su gestión.
Miguel Nazar fue uno de los más sanguinarios policías en la historia de México. En concreto, enfrentó acusaciones por presuntamente haber intervenido en la captura y desaparición de Jesús Piedra Ibarra, hijo de Rosario Ibarra de Piedra, en 1975. A Nazar Haro se le atribuye, por si fuera poco, la creación de la Brigada Blanca, grupo paramilitar culpable de la desaparición, muerte y tortura de militantes de izquierda política, particularmente en la sierra de Guerrero. Para no dejar cabida a interpretaciones, la DFS era simplemente una organización criminal.
Con estas direcciones, con este esquema perverso, nadie podría pensar en ningún avance conceptual y acciones pertinentes en materia de inteligencia, aunque las cosas pronto serían peor aún. Nazar Haro fue relevado a principios de 1982 por Antonio Zorrilla Pérez, ya que Nazar enfrentaba una denuncia en su contra por contrabando de cientos de automóviles robados en Estados Unidos. La denuncia, por más de su vigoroso origen, no progresó.
Como director de la DFS, Zorrilla, además de adoptar y superar todas las prácticas criminales de uso en la dirección misma, fue el asesino intelectual de Manuel Buendía, el influyente periodista. La línea de investigación base condujo a descubrir que el informador estaba a punto de descubrir los vínculos de Zorrilla y asociados con el narcotráfico.
Para no cavar más en la historia, se relatan sucintamente estos acontecimientos de verdadero horror ocurridos en la administración de José López Portillo, un ser inteligente, generoso y culto que se perturbó. Es un caso para la siquiatría política, si es que esa ciencia existe. El caos era, como se ha visto, insostenible, pero esa situación de crisis no garantizaba que, en la siguiente administración, quien fuera el Presidente tuviera la decisión, el dominio y los instrumentos para generar el cambio.
Así, en plena conciencia de los sucesos desde el balcón de la Secretaría de Programación y Presupuesto, Miguel de la Madrid, ya en la Presidencia de la República, echó a andar una máquina correctora, que por razones de tiempos sexenales no acabó su tarea. Es de reconocerse que el siguiente gobierno consolidó el proyecto que habría de sufrir altos y bajos, pero con saldos positivos y sobre todo de supervivencia de la premisa de no confundir al objeto y a los objetivos de la inteligencia: están hechos y deben servir a los altos intereses nacionales alejados de toda mezquindad y vocación criminal.
Sería una irresponsabilidad plantear que esa negra historia se ha repetido en el gobierno de Peña Nieto. Sería casi imposible. Lo que sí ha sucedido es que se repitió el perverso uso de los delicados instrumentos de la seguridad y la inteligencia, que debiendo servir a intereses nacionales se han empleado para la satisfacción de apetitos personales.
Fue una situación espeluznante que a la distancia es difícil dimensionar en su terrible realidad. Aquella descomposición, con sus adecuaciones de momento, que hoy vuelve a aparecer, fue herencia de una fase de la historia nacional, en que la lucha de hombres, sus ambiciones y sus facciones y su secuela de compromisos, dádivas y temores hacia ellas descomponían todo intento de seriedad. Hoy, de otra manera, han vuelto a causar un dolor nacional.